Un diálogo a solas
En días como estos, en días de pandemia (me decía un amigo, el otro día, que suena a película de Hollywood; sí, pero es real), resulta difícil abstraerse del coronavirus. Casi todos los temas que circularon por mi mente para este Manuscrito (o mi columna del sábado o mis dos últimos Catalejos) resultaban triviales o insignificantes, en comparación con las dimensiones de la Covid-19. ¿Pero y entonces? ¿Narrar alguna anécdota ligera, para amenizar? Podría ser. ¿Desgranar una reflexión sobre las pestes? De esas no faltan, y algunas son insuperables.
Varias cosas me han llamado la atención estos días de distanciamiento social, sin embargo. Por ejemplo, la cantidad de amigos y conocidos que me confesaron que se sentían incapaces de estar quince días sin casi salir de sus casas. A unos cuantos les recomendé libros, películas, música. Estamos en la época de la historia con mayor acceso al entretenimiento. Impensable hace medio siglo, y a costos irrisorios. Pero pronto entendí que el problema no radicaba ahí, sino en dos circunstancias más profundas. Por un lado, la súbita y brutal disrupción de las rutinas diarias, ese andamiaje, ese guion no escrito que sostiene nuestras jornadas. Tal vez, nuestras vidas.
Por otro, la no menos repentina y no menos impiadosa ausencia de contacto humano. Los que más se quejaban, advertí pronto, eran aquellos que viven solos. Vamos, tiene sentido. No parece haber un castigo peor que el aislamiento; incluso en prisión. Por fortuna, y como ocurre con el entretenimiento, no hubo antes un tiempo en el que comunicarse con un amigo fuera más accesible. Ya sé, no es lo mismo.
Pero la hora exige distanciamiento. Está probado que este coronavirus, virulento y explosivo, solo encuentra un freno cuando nos alejamos del otro. Aplaudo a mis amigos -no los mencionaré, pero saben que hablo de ustedes- que se sometieron al aislamiento de forma voluntaria, incluso cuando las posibilidades de haber contraído el virus eran improbables; pero no imposibles. La hora lo exige. El "no pasa nada", una de las frases más tétricas que conozco, es tan peligrosa como estos patógenos.
Con todo, me quedé pensando en el horror de la soledad, en el aislamiento, en la supresión de esta fuerte inclinación social propia de los humanos. Y también en el derrumbe inesperado e instantáneo de nuestras rutinas.
Se me ocurrió entonces que es probable que haya algo más interesante detrás de la biblioteca nutrida, del cine y de la música. Detrás de las charlas de bueyes perdidos por WhatsApp y de las redes sociales, pobladas ahora de memes que combinan humor negro con un terror mal disimulado (bueno, son casi lo mismo). Es que en la soledad habitamos nosotros. Cuando la agenda se evapora, te encontrás un día desayunando con un extraño: vos mismo.
Me he preguntado a menudo, en mis diarios personales, que llevo desde los 14 años, cuánto nos conocemos. Luego viví muchos años solo, lo que constituye una lección en varios sentidos. Sobre todo, te expone a la experiencia límite de encontrarte a solas, a establecer un diálogo con vos. De ser uno y el otro.
Hace casi veinte años, un colega me dijo, con una palmada en la espalda, un poco en broma y un poco en serio:
-¡Vos sí que la pasás bien, nadie te controla los horarios, podés hacer lo que querés!
-Sí -le respondí-, pero después de un día malo nadie me espera para darme un abrazo. Y después de un gran día no tengo nadie con quien celebrarlo.
Excepto, claro, uno mismo. Allí reside la cuestión. Aunque la literatura de autoayuda (el título es deliciosamente ambiguo) se ha cansado de repetirla -hasta vaciarla de significa-, la idea no deja de ser cierta. Es muy difícil sostener una buena relación con los otros, si no la tenemos con nosotros mismos. ¿Cuánto hace que no mantenés una buena charla con vos? A solas y sin eufemismos. Hace mucho.