Historia de época con mirada actual
Su estreno estaba previsto para el 19 de marzo, pero, pandemia mediante, habrá que esperar para verla en los cines. Y merecerá la pena, porque Retrato de una mujer en llamas es una película que pide ser vista en pantalla grande, sumergidos en el silencio y la oscuridad que solo brindan las buenas salas cinematográficas.
La historia se ambienta en la Francia de fines del siglo XVIII. Pero no es, como tantos relatos contados desde ese lugar y esas fechas, una historia de estridencias o desmesura. El registro elegido por la directora Céline Sciamma es el de una melodía íntima, contenida, demoledoramente intensa. El núcleo: Marianne, una joven pintora, es convocada a un aislado y venido a menos caserón de Bretaña. La dueña del lugar le encarga el retrato de Heloïse, su hija. La chica, recién salida de un convento, debe casarse con un noble italiano, quien, para concretar las nupcias, exige que antes le envíen el retrato de la candidata. La madre explica a Marianne la parte más difícil del trabajo que está a punto de encarar: Heloïse se resiste tanto al retrato como al casamiento; Marianne deberá fingir que fue contratada como dama de compañía, pasear con ella, observarla y, en secreto, pintarla.
Entonces, así como Marianne avanza en su obra esbozo tras esbozo, pincelada sobre pincelada, la película se despliega, ella misma, como materia pictórica. Los magníficos acantilados de la costa bretona son un eco de lo sublime que, en la naturaleza, buscaban los artistas románticos; los interiores, casi siempre nocturnos y atravesados por la luz de una vela o el tibio crepitar del fuego, recuerdan el minucioso trabajo de los maestros del claroscuro. Está, también, la textura del silencio. En Retrato de una mujer en llamas no hay música ambiental. Solo escuchamos las voces de las protagonistas, el murmullo del mar, el sonido de los pasos sobre la madera. Por eso -y como seguramente ocurría hace tres siglos- la canción que unas mujeres cantan en la noche conmueve con otra fuerza, y los acordes que entona una orquesta pueden llevar a las lágrimas a quien los escucha.
"La película quiere plasmar cómo el arte nos consuela y cómo el amor nos lleva al arte", explicó, a fines del año pasado, Céline Sciamma en una entrevista del sitio valenciano Culturplaza.
Porque, poco a poco, la visión detallista y constante que Marianne ejerce sobre Heloïse pasa de la atención profesional a la fascinación amorosa. Y, poco a poco también, Heloïse, la observada, comienza a devolver la mirada. La madre parte por unos días. En la desolada mansión quedan Marianne, Heloïse y una criada adolescente. Conforman una pequeña comunidad, un diminuto -eterno y pasajero- paréntesis de feminidad. Cada una de ellas lleva sobre sí la carga y las restricciones que el mundo de allá afuera impone a las de su género. Y, como esta película de época es profundamente contemporánea, no pierde tiempo ni tono en remarcar lo que a esta altura todos sabemos, sino que apunta a algo quizás más secreto: los caminos, zigzagueantes, periféricos y oblicuos, que la subjetividad femenina transitó durante siglos para construirse como tal.
Al modo de la antigua escritura secreta de las mujeres chinas, Marianne y Heloïse recrean un código donde conviven el tarareo de una pieza de Vivaldi, la sensualidad de un cuerpo esbozado rápidamente sobre el papel. O la lectura del mito de Orfeo y Eurídice junto a una mesa donde antes hubo trozos de queso, pan, algún vaso de vino.
Orfeo pierde a Eurídice porque, incapaz de contener su pasión, se gira a mirar a su esposa antes de salir del inframundo. Heloïse cree comprender el trágico impulso del héroe. Pero Marianne, pintora enamorada, sospecha que el mito encubre algo. Que quizá fue la esposa de Orfeo la que lo llamó, forzando la mirada que la condenaría a regresar al Hades a cambio de perpetuar su imagen en la memoria del otro.