Un desafío histórico e inimaginable
No hay antecedentes, al menos durante nuestra historia democrática, de tan severas restricciones a la circulación de las personas como las que viviremos los argentinos a partir de hoy. Habrá quienes recordarán el estado de sitio decretado por el presidente Fernando de la Rúa poco antes de su renuncia en diciembre de 2001, en medio de episodios de violencia y vandalismo. Y, antes del regreso a las urnas de 1983, no faltarán quienes se acordarán de los simulacros de apagones que, en plena Guerra de las Malvinas, durante la dictadura del general Leopoldo Galtieri, obligaban a los porteños a recluirse a oscuras en sus hogares. Hoy la situación es muy diferente, entre otras cosas porque luchamos contra un enemigo tan invisible como desconocido en muchos aspectos.
La lucha contra la expansión del coronavirus implica un desafío inédito. No solo es sanitario. También es político y económico.
Si hay algo que está fuera de discusión es que quien liderará esta batalla no será otro que el presidente de la Nación, Alberto Fernández. Algunos de los propios líderes de la oposición, como el radical Mario Negri, así lo han puesto de manifiesto. La presencia del jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, anoche, escoltando al primer mandatario en el anuncio de la cuarentena total, también es un indicador de unidad de la dirigencia política en esta lucha.
Tampoco hay margen para oponerse a esta figura del aislamiento social preventivo y obligatorio, tal como la definió el jefe del Estado, en aras de un bien superior como la salud de la población. Como lo han explicado expertos en infectología, es vital aplanar la curva de personas contagiadas por el coronavirus y que su crecimiento se convierta en exponencial. Si no se logra ese objetivo en poco tiempo, la Argentina quedaría expuesta a un colapso sanitario, como el que está viviendo desde hace escasas semanas Italia.
Un simple cálculo aritmético que considerase desde hoy un aumento diario de la tasa de contagios cercana al 30% y una tasa de personas fallecidas por el coronavirus del 2% sobre los casos detectados arroja números aterradores: 2958 infectados y 59 muertos hacia el 31 de marzo, y 196.887 infectados y 3937 fallecidos hacia el 16 de abril. La Argentina está aún a tiempo de evitar esa catástrofe.
Esos números terroríficos tal vez ayuden a tomar conciencia del enemigo que nos acecha a muchos argentinos increíblemente preocupados por arribar a un lugar de veraneo para tomarse "vacaciones" en lugar de recluirse en sus casas, o a dirigentes como Juan Grabois, que ayer encabezaron una movilización de protesta en pleno microcentro.
El espejo italiano, y en cierta medida el de otro país tan caro a nuestros sentimientos como España, constituyen el mejor factor legitimante de una medida que, en cualquier otra circunstancia, hubiera merecido cuestionamientos. Entre otras cosas, porque la Constitución Nacional prohíbe taxativamente la emisión de decretos de necesidad y urgencia sobre materias penales, y la flamante decisión presidencial contempla penas para quienes infrinjan lo dispuesto y no puedan justificar su presencia en la vía pública.
Las consecuencias económicas del aislamiento social también están a la vista. Hoteles, líneas aéreas, agencias de turismo, restaurantes, bares, discotecas, centros comerciales, cines, teatros y espectáculos deportivos, por citar solo algunos ejemplos, sufrirán grandes quebrantos. También muchas empresas por la caída que experimentará el consumo y, mucho más, quienes trabajan como cuentapropistas en la economía informal. La nueva realidad económica, no muy diferente a la que sufrirá gran parte del resto del mundo pero que se sumará a las inconsistencias que ya tenía la economía argentina, obligará a un enorme ejercicio de responsabilidad por parte de las autoridades nacionales a la hora de distribuir los recursos.
Muchos seguirán preguntándose si es mejor el remedio que la enfermedad, en función de los enormes costos económicos y sociales que tendrá para el país la cuarentena. Los números que aportan los infectólogos sobre esta pandemia y la actitud que están tomando muchos otros países parecen ponerle fin a ese dilema. La salud está primero.