Una cultura que naturaliza la muerte voluntaria
Justo al comienzo de la pandemia de coronavirus, leímos que el gobierno de Holanda promueve la distribución de una píldora venenosa para que los mayores de setenta años decidan cuándo morir. La noticia indicaba que la idea no es nueva; que la había propuesto el juez Huib Drion, del Tribunal Supremo, hace cuarenta años. El juez Drion murió de muerte natural mientras dormía, a los ochenta y seis años, pero las autoridades holandesas empezaron a evaluar la distribución gratuita, a partir de los próximos meses, de la pastilla mortífera, a la que comenzaron a llamar "píldora Drion". Siempre hay un eufemismo para el horror cuando el sistema cultural dominante lo permite.
La noticia también revelaba que un estudio sobre el que el se apoya la iniciativa oficial descubrió que una parte de la población de más de cincuenta y cinco años, a pesar de contar con buena salud, "tiene un deseo de morir consistente y activo". La proporción que mostraba la investigación era insignificante, pero le sirvió al ministro de Sanidad para sostener que había que devolver a esas personas "el gusto por la vida". Hablar del gusto por la vida para referirse al suicido parece, justamente, una broma de mal gusto.
El suicidio es, en todos los casos, un horror; pero puestos en ese terreno: ¿por qué la pastilla a los mayores de setenta años? ¿Qué reacción se desataría si alguien propusiera que se la faciliten a los presos condenados, de cualquier edad, para que decidan cuándo poner fin a la penuria de su encarcelamiento? "¡Una aberración!", sería lo mínimo que dirían las organizaciones de derechos humanos. Y eso sería: una aberración, precisamente. Una construcción socrática suele exhibir el absurdo para que la ironía destruya la realidad con la realidad misma, como sostenía Søren Kierkegaard en su obra sobre Sócrates y el concepto de la ironía. Pero los ideólogos no entienden o simulan no entender la ironía. Una vez más, la ideología bloquea el razonamiento y prohíbe la comparación.
La discriminación seguirá adelante, seguramente, con la aprobación y el aplauso de más de la mitad del mundo; al menos la mitad del mundo que tiene posibilidades de hacerse oír. ¿Quién podría dudar, con honestidad, de la naturaleza discriminatoria de ese proyecto? Otra vez: ¿por qué a los mayores de setenta años? ¿Acaso al fijar ese límite, al planear distribuir entre ellos una pastilla venenosa, no los están considerando material descartable; no están diciendo a los gritos que por encima de esa edad no valen la pena los esfuerzos de la sociedad civil, ni de la educación, ni de las familias, ni del gobierno para revertir su presunta soledad, su supuesto deseo de morir, si es que ese deseo realmente existiera? Es un mensaje terrible a la nación, a los jóvenes, a las empresas, a los dadores de empleo, a los propios destinatarios.
Un Estado que se proclama entre los adalides de los derechos humanos –Sudáfrica aparte, por supuesto– propone una pastilla de veneno para un sector de su pueblo, apoyado exclusivamente en un límite de edad, arbitrariamente fijado. Eso sí, de ingesta voluntaria. La autoridad solo sugiere que la píldora es algo tan adecuado para esa etapa que se la suministra gratuitamente.
Es verdad que Holanda dio por cancelado en 2013 el Estado de bienestar, porque no le dan los números, como a ninguno de los países de Europa le dan; entre otras cosas y en este caso, porque todos ellos invirtieron la pirámide al dejar de procrear europeos y decidir retirarse del curso de la historia. Pero sería bueno que, en un mundo donde cada vez hay más leyes para minorías, no dieran oficialmente por retirados a algunos. Ahí está la representación de la ironía.
No hace tanto tiempo, en 2004, Holanda fue medida como la nación que mejor tratamiento daba a sus ciudadanos mayores. El envejecimiento de su población es ligeramente menor al del resto de Europa. Al menos de acuerdo con mediciones de 2012, era –y probablemente es– uno de los Estados que más y mejor atendían –y atienden– los problemas de desempleo, discapacidad, educación y pobreza. En 2013, comenzaron allí algunas iniciativas para que los adultos mayores participaran activamente de investigaciones universitarias que pudieran suministrarles autonomía económica.
También puede ser una ironía la crítica a un país así, desde otro donde se ha robado siempre a los mayores, como es el caso de la Argentina. Se robó dilapidando los fondos destinados a jubilaciones, que deberían ser intocables y manejados únicamente por expertos en inversiones; otorgando jubilaciones a extranjeros no residentes, para hacer trampas de la peor política; o manipulando desde los gobiernos las cifras de su renta. Pero de todos modos, debemos estar alertas en una cultura planetaria donde la muerte voluntaria o provocada se naturaliza cada vez más.
Con sistemas de jubilaciones colapsados, las leyes permiten a la conducción del sector público y del sector privado obligar a jubilarse a los mayores de cierta edad, sesenta y cinco en nuestro país, que no es Holanda ni Alemania. Si no cuentan con una jubilación especial, pasan a un ingreso entre cinco y diez veces menor al que tenían hasta el día anterior, sin indemnización, salvo que la empresa voluntariamente la otorgue, como suele suceder en muchas multinacionales. Al mismo tiempo, pierden su obra social y son trasladados a otra que, por su propia naturaleza, es deficitaria.
En algunos portales de organismos de las Naciones Unidas se lee que, en la selección de empleados, a ninguna persona se discrimina por raza, género, orientación sexual, estado civil, religión o edad. Cada vez en más países y en las Naciones Unidas, esa regla se cumple en todos sus primeros términos; pero el último sigue siendo la excepción.
En los Estados Unidos, donde la discriminación en el empleo por edad está prohibida por ley desde 1967, un estudio llevado a cabo y publicado en 2010 revela que los trabajadores mayores tienen aptitudes morales más arraigadas, dan mayor importancia al trabajo en sus vidas, derrochan menos tiempo y suelen ser más puntuales. Son términos estadísticos, no absolutos. Lo que menos se necesita es otra grieta. Los jóvenes llevan adelante los más extraordinarios desarrollos del mundo actual. Solo se requiere no prejuzgar. Pero no hay militancia ni organizaciones por esta causa. En una avanzada del establishment cultural dominante para desterrar las tradiciones, cuanto más lejos se mantengan los mayores de los jóvenes tanto mejor.
En junio de 2018, en pleno debate sobre el aborto, el periodista Dardo Gasparré publicó un tuit tan irónico como posiblemente profético: "La próxima acción de calle y movilización será para matar a los viejos. Son un incordio, Alzheimer, geriátrico, remedios, enfermera, cuidados, suben los costos de prepaga y te clavan sin poder salir ni vacacionar. Ni uno más. Eligiendo color de pañuelo".
El aborto es la otra punta de las discriminaciones toleradas y alentadas. Justo los dos extremos de la vida. En cuanto a la franja de los mayores, el coronavirus se les está anticipando a un costo inimaginable. Dejen de llamar a la muerte. Ella llega sola y no llama.