De la pieza al comedor
Como muchos de los que vivimos en esta ciudad de la que se podría decir, como de Nueva York, que nunca duerme, en mi vida normal paso muy poco tiempo "dentro" de mi casa. Ya sea por exigencias laborales o por estudio, por la dinámica de la vida familiar o por esparcimiento, lo cierto es que siempre encontramos un motivo para dejar atrás nuestros cálidos (pero atiborrados) 74 metros cuadrados de privacidad y lanzarnos raudamente al exterior. A hacer las compras, al gimnasio, a correr o caminar, a hacer trámites, a consultas médicas, a leer los diarios en alguno de nuestros queridos cafés, o simplemente a estirar las piernas mirando las vidrieras que no solo nos atraen en los grandes centros comerciales, sino también en las veredas de barrio. Aunque sea por pura curiosidad...
En mi familia, aparentemente esta modalidad de estar mucho tiempo "afuera" se nos grabó a fuego en las épocas en que era difícil mantener a nuestros cuatro hijos recluidos en nuestro módico departamento, y simultáneamente conservar la armonía y, sobre todo, la cordura. Por eso, cuando caí en la cuenta de que iba a tener que pasar 14 días sin salir de casa, la idea se me hizo inconcebible. ¿Cómo iba a estar encerrada entre las paredes de nuestra entrañable "residencia" de tres ambientes? Y, encima, sin la posibilidad de los encuentros de fin de semana con nuestras hijas, en los que nos ponemos al tanto de las peripecias, alegrías y angustias de cada una, y vemos volar las horas entre risas, anécdotas, reflexiones "filosóficas" y chismes de peluquería, matizados por el entusiasmo de los logros y la pena por las inevitables frustraciones que son la sal y la pimienta de la vida.
Sin embargo, debo decir que las vivencias de estas últimas dos semanas difieren, y mucho, de lo que anticipaba. Creí que iba a ser una quincena en la que, ante mi desesperación, el tiempo se arrastraría lentamente como en aquellos largos veranos de la niñez, cuando los chicos "gastábamos" la rayuela, las escondidas, los juegos de muñecas, la mancha, las novelas de aventuras, y después de un par de semanas, ya no sabíamos qué inventar para llegar rendidos a la hora de dormir.
En lugar de eso, me encontré con un vértigo de película: actividad ininterrumpida desde las siete de la mañana hasta las 22 (a veces sin tiempo para sentarse a almorzar), conversaciones (virtuales) casi en simultáneo con decenas de personas, toneladas de información ingresando sin cesar por el correo electrónicos y los hilos de Twitter... Y lo más abrumador: las alarmas continuas de los dispositivos electrónicos cada vez que llega un mensaje de alguno de los varios grupos de WhatsApp que tenemos abiertos al mismo tiempo, con preguntas, datos, opiniones, pedidos... En lugar de ver pasar la vida en slow motion me siento como una controladora de vuelos del Aeropuerto de Hartisfield-Jackson, en Atlanta, Estados Unidos; de Heathrow, en Londres, Reino Unido; Charles de Gaulle, en París, o Fráncfort, en Alemania, los más transitados del mundo.
Al cabo de un par de jornadas, además, caí en la cuenta de que si seguía sentada frente a mi ventana y delante de la máquina tantas horas por día, y sin levantarme a estirar las piernas, mi torso iba a terminar dibujando un ángulo recto con mis miembros inferiores. De modo que decidí implementar una modesta "maratón" diaria: como la naranja de María Elena Walsh, corro durante media hora "de la pieza al comedor", mientras espío de reojo la pantallita de mi teléfono para asegurarme de que nada se me pasa por alto.
¿Qué decir? Delicias del teletrabajo: al revés de todo lo previsto, estoy pasando los días más activos de mi vida. Nunca leí tanto, escribí tanto y hablé con tanta gente como ahora. Es más, me estoy acostumbrando. Y tengo miedo de que cuando todo esto pase, ya no quiera volver a salir.