Coronavirus: Todo se reduce a una toma de conciencia
Casi sin aviso, la vida se ha convertido en una de esas series catástrofe de Netflix con las que hasta hace poco nos sacudíamos el agobio de la rutina. La velocidad con la que se viraliza a través de nuestros cuerpos un mal que se ensaña contra los mayores obliga a un parate global inédito, impensado, descomunal. Un mundo que ha perdido el sentido de la medida y se entrega insensiblemente a una actividad frenética de pronto levanta el freno de mano para dejar de girar, obligado por la fuerza de un agente microscópico. Pero el envión que trae es muy grande. Muchos, demasiados, empujados por la inercia o la imposibilidad de parar, siguen andando por las calles como si nada hubiera pasado, ajenos en apariencia a ese virus voraz que avanza con sigilo y se multiplica en el contacto de unos con otros, en un saludo, en una muestra de afecto o en un sencillo intercambio en la cola del colectivo. Esas cosas que, en esencia, conforman la vida de todos los días. De allí lo desigual de la batalla. Y de allí la cuarentena que han ordenado tantos gobiernos del mundo y que anteayer se decretó en el país.
Está claro: para ganar la guerra contra el virus es necesario ir contra lo que nos dicta nuestra propia naturaleza, nuestros hábitos más arraigados. Por eso todo se reduce a una toma de conciencia: si quiero seguir haciendo lo de siempre, como hasta ahora, tengo que dejar de hacerlo. Es preciso que se entienda que el aislamiento impuesto no es una medida exagerada, sino una cuestión de vida o muerte. Basta ver lo que ha ocurrido en Italia o en España. Todo el sufrimiento por el que están pasando allí no ha de ser en vano. Los países que han sido testigos del modo en que el sistema sanitario italiano quedó desbordado por el aluvión de personas necesitadas de cuidados intensivos deben aprender de esa experiencia. El virus se propaga a través de nosotros, y solo en nosotros está detener ese avance. Y el único modo de hacerlo, por ahora, es quedándonos en casa. Aislándonos. Ese simple compromiso individual va a incidir directamente en el número de muertos que dejará esta pandemia.
El Gobierno hizo su parte. Con firmeza, el Presidente desplegó en la última semana medidas para hacer frente a la propagación del virus, hasta ordenar el "aislamiento social preventivo y obligatorio". Compartió las decisiones con sus funcionarios, un equipo de expertos y representantes de la oposición, junto a quienes comunicó las medidas. En esto, la dirigencia se puso a la altura de la crisis, superando las disputas mezquinas tan habituales aquí. Parece que la clase política ha depuesto, ante semejante enemigo, la búsqueda del beneficio faccioso o personal y procura en conjunto el bien de la población. Mantener este entendimiento y este modo democrático de toma de decisiones –que confieren autoridad al Presidente y a los que tienen responsabilidades de conducción– será esencial para evitar el pánico entre la gente si las cosas, como anticipan, se ponen más feas.
La crisis también ofrece una oportunidad para que los argentinos de a pie nos reconozcamos en nuestra mejor versión. Tenemos una sociedad poco afecta a las reglas, en la que la avivada o la trampa para salvarse a costa de los demás es práctica instalada. Aquí la transgresión imbécil promovida por la publicidad y por falsos referentes es celebrada e imitada como el colmo de la independencia. Salirse del molde, aunque sea a través de un lugar común, es cool. Las reglas están muy bien para los demás, pero no para mí. La trama social se resquebraja cuando los que piensan así son mayoría. A ver si esta vez nos atrevemos a ser distintos en serio, porque eso es lo que reclama el tamaño de la amenaza. La grandeza está en no sentirnos más que el resto y en subordinar nuestra pretendida espontaneidad o nuestro capricho al interés comunitario, como uno más que cumple con su parte. La crisis va a poner a prueba esta capacidad y en ella está en juego la posibilidad de preservarnos ante el virus.
Además de conductas individuales, es esperable que la pandemia cambie el mundo tal como lo conocemos, y en distintos aspectos. Debería ser así, si al final, tras haberla superado, aprendemos algo de ella. ¿O volveremos a subirnos al carro con la quinta a fondo, en ese vértigo sin destino en el que depredamos el planeta para aumentar una producción que solo deriva en una brecha cada vez mayor sin acabar nunca con la peste de la pobreza? El coronavirus ha puesto en cuestión las formas que ha ido adoptando la globalización, sobre todo en su aspecto económico y financiero. Y, en plena era de líderes ególatras hasta la patología, nos obliga a reconocernos vulnerables. A mostrarnos más humildes frente a la naturaleza, de la que somos parte. La pandemia golpea a todo el globo, desde los países más débiles hasta los más fuertes. Estamos todos en la misma, como nunca antes. Otra paradoja de esta inmensa crisis: en este distanciamiento necesario, lo que nos separa es también lo que nos une.