El mundo en una taza
Ya nadie escribe en los cafés, y es probable que nadie lo haya hecho realmente nunca. En la Viena de principios de siglo XX, la literatura de café era un desvío: en el café se decidía qué escribir, y después se lo escribía en otra parte. Por eso, hacia 1926, Alfred Polgar pudo decir: "El Café Central no es un café como los demás; es más bien una forma de contemplar el mundo".
El Café Central era -y sigue siendo- uno de tantos (el Griendsteidl, el Museum, el Sperl), pero el visitante que cuadra mejor a la frase de Polgar es uno solo: Peter Altenberg. Poeta y clochard no sabemos cuál es la precedencia-, Altenberg salía del café (el Café Central, precisamente, el lugar en el que recibía correspondencia) nada más que para ir a dormir a una pensión, por lo general cerca del Graben, donde está la Pestsäule, ese recordatorio de la peste de 1679 (es probable que saliera también del café para pasear en el Prater o ir de excursión al lupanar). Entonces ahí mismo, en el café, que tiene poco que ver con la bebida porque él prefería el té, escribió "Kaffeehaus": "Estás preocupado, por esto o por lo otro: ¡al café! Por el motivo que sea, seguramente muy comprensible, ella no puede venir a verte: ¡al café! Se te rompieron las botas: ¡café! Cobras cuatrocientas coronas y gastaste quinientas: ¡al café! Eres correcto, ahorrativo y no te permites ningún lujo: ¡café! Eres funcionario y habrías querido ser médico: ¡al café! No hay ninguna que te venga bien: ¡al café! Estas interiormente al borde del suicidio: ¡al café! Odias y desprecias a los seres humanos y, sin embargo, no puedes prescindir de ellos: ¡al café! Ya no te fían en ningún lado: ¡al café!".
La teoría es inobjetable, y se ve además que Altenberg encontraba otras causas, aparte de escribir, para ir al café, aunque aquello que escribía era bastante propicio al café: prosas muy breves, apenas instantáneas exteriores o interiores, casi escritos de página de libreta. Dijo bien Hugo von Hofmannsthal sobre Altenberg que sus historias escasas eran un estanque al que uno se asomaba para mirar pececitos dorados y piedras de colores y aparecía de pronto el rostro indistinto de un hombre. Por lo general, el propio, agreguemos.
Cuando, en 1909, se inauguró el American Bar, la fidelidad al Central no le impidió a Altenberg celebrar el diseño de su amigo el arquitecto Adolf Loos, elogiar los taburetes e incluso ensayar una teoría acerca del mejor modo de sentarse en ellos.
Por su lado, el Café Hawelka (su fundador, Leopold Hawelka, murió en 2011, a los cien años) abrió en 1939, pero es el bar por excelencia de la posguerra y va al fondo de la espléndida decadencia del café. Oscuro, un poco ceniciento, con un lujo que parece decaer aunque resiste, darían ganas de quedarse ahí todo el día, y no porque sea una arena social (esa es una veleidad de sociólogos), sino por eso que dijo Elias Canetti, que en el Hawelka había encontrado lo que siempre había buscado en Viena, algo que en cierto modo otro escritor, Heimito von Doderer, dijo aun con mayor precisión: el Hawelka es "una isla que concentra la atmósfera de una ciudad". Aristocrático, minúsculamente imperial, el bar igual, que la ciudad, envejeció bien. Cientos de pipas fumó Von Doderer en el Hawelka. Lamentablemente para quienes fumamos pipa, el Hawelka, que se mantuvo joven después de todas las novedades episódicas que por fin se extinguieron, no admite tabaco de ninguna clase (cierto que para eso quedaba muy cerca el Kleines Café).
Algunas épocas, algunos individuos logran, sin quererlo, inventar una mitología a su medida, una que estaba dispersa a veces en el pasado, pero que no había podido ordenarse en una figura reconocible; en este cao, un ámbito. A otros, de épocas menos fuertes, les toca vivir de las mitologías artísticas ajenas, o tentar el fracaso de hacerlas suyas.