Rituales donde respira lo colectivo
No hay que confundir rutina con ritual, señala la periodista suiza Mona Chollet en uno de sus ensayos. Y, si bien Chollet rescata los rituales que enriquecen el lado íntimo de la vida, su reivindicación vale también para aquellos que, lejos del hogar, nutren el colorido tapiz de lo colectivo. Justo los que tanta falta nos están haciendo últimamente.
Pensé en Chollet hace unos días, cuando me llegó un aviso del centro cultural Hasta Trilce. Ubicado en Almagro, este espacio promueve obras de teatro, música, charlas. Desde hace un tiempo, todos los martes a las 21, el coleccionista y crítico Fernando Martín Peña convocaba a las huestes cinéfilas a ver una película que él elegía y que no se anunciaba previamente. Porque el juego era ese: aceptar la incertidumbre, recuperar cierta capacidad de sorpresa. Y recrear las viejas pautas del viejo ritual del cine: una función a una hora determinada, en un lugar que no es el living de casa y que supone una hipnótica y silenciosa inmersión en la sala oscura. Una experiencia a contramano del streaming, podría decirse.
Desde luego que el coronavirus puso en suspenso la programación de Hasta Trilce y muchos otros lugares similares. Pero no del todo. De hecho, la semana pasada volvieron -sin transgredir el aislamiento obligatorio- las películas de los martes por la noche. Con iguales pautas: soberana arbitrariedad del organizador a la hora de elegir el film, imposibilidad de conocer ese título hasta el momento de la visualización, un horario, un día. A falta de salón, hubo un canal de YouTube; sin la posibilidad del encuentro cara a cara, se abrió la alternativa del chat.
Entonces, el martes pasado le avisé a la familia que a las 21 había cine. A esa hora nos conectamos, apagamos algunas luces y, mientras cenábamos, fuimos parte de una efímera y dichosa comunidad. No mencionaré el título de la película, porque parte del pacto es no hacerlo. Y pactos, incluso lúdicos, son pactos.
Con pautas menos rígidas pero similar espíritu, unos días después me dejé maravillar por La vida extraordinaria, obra de teatro escrita y dirigida por Mariano Tenconi Blanco que estuvo disponible durante 72 horas en el canal online del Teatro Cervantes. Como ya lo hizo en Lima Japón Bonsái o en Todo tendría sentido si no existiera la muerte, Tenconi Blanco creó una fiesta para ver, escuchar, dejarse llevar, sorprenderse, pensar. En esta obra hay guiños al melodrama clásico, ironía contemporánea, juego escenográfico, palabras que importan y una pulsión de vida que se hace más intensa porque no se niega a mirarle los ojos a la muerte.
"Todo es transitorio y definitivo", dice, en off, la voz de Cecilia Roth. Es el inicio de la obra, y esa voz ya se encargó de deslizar lo que las actuaciones de Valeria Lois y Lorena Vega traducirán en acción, emoción, puro cuerpo e historia: apenas somos, cada uno de nosotros, el fruto de un azar que pudo no haber ocurrido. La sumatoria de miles y miles de pequeños azares que dieron lugar a nuestros ancestros; eslabones en una cadena esquiva, "un capricho de la nada". Lois y Vega son Aurora y Blanca, dos amigas nacidas en Tierra del Fuego, que se van acompañando en casi todo: la irrupción de la sexualidad, la pasión por la lectura, los amores malogrados, el viaje de una de ellas a Buenos Aires, la muerte de los padres, el nacimiento de un hijo. "Las palabras no dicen nada salvo esa electricidad que se sale de los ojos y del corazón", dice una de ellas, y es verdad. Tanto como que nada reemplaza el aliento colectivo que se respira en una función de teatro, en una proyección de cine, en un recital de música.
Yo no sé si esta pandemia nos va a cambiar demasiado, lo que sé es que va a pasar. Y vamos a volver a encontrarnos en muchos de los rituales que, desde siempre, inundaron de sentido nuestro extraño paso por el mundo. Mientras tanto, habrá que recrearlos. Y hacerlos durar.