Desinhibición digital
Nadie le ha puesto nombre todavía. Pero es un fenómeno tan omnipresente que ni siquiera lo tomamos en consideración. Los veteranos de la internet pública, que tuvimos nuestro bautismo de fuego en servicios como el IRC o Usenet, sabemos desde hace mucho que propalamos por la red cosas que no nos atreveríamos a decir en la cara. Puede tratarse de una reflexión inteligente sobre un tema delicado o el dicterio del sociópata. Es un arma de doble filo.
Twitter lo elevó a escala mundial; o casi, porque donde no hay libertad de expresión, donde la vigilancia estatal impone una censura previa que se incorpora al ADN de las sociedades, la red de los trinos está vedada. WhatsApp lo instaló en los teléfonos de 2000 millones de personas. Hoy es un principio rector de virtualidad: por chat somos todos guapos.
Pero franco no es lo mismo que lenguaraz. Opinar con el civismo enardecido no es igual que recurrir a la violencia verbal, que de todos modos es violencia y hiere. Nadie le ha puesto un nombre todavía, pero creo que la forma en que aprovechamos esta desinhibición digital nos define como sociedad. Si en las pantallas se leen puros agravios, mentiras y calumnias, entonces no, no estamos bien. Nada bien.