Coronavirus: después de la pandemia, la hora de los ciudadanos
Ante un Estado que avanza en la emergencia sanitaria, es imprescindible reforzar el espíritu de comunidad
Frente a un Estado que se agiganta ante la amenaza sanitaria y a un "hipergobierno" que concentra poderes extraordinarios para administrar la emergencia, tal vez sea imprescindible que busquemos la manera de fortalecernos como sociedad, de sacar músculo ciudadano y de asumir la incertidumbre con genuino espíritu de comunidad. Puede sonar lírico, acaso ingenuo o idealista, pero los riesgos que enfrentamos exigen una mirada sobre nosotros mismos, sobre nuestras responsabilidades individuales y colectivas y sobre el comportamiento ciudadano que ejerceremos después de la cuarentena. Solo una ciudadanía fortalecida puede convertirse en garantía de un poder equilibrado y de una sana recuperación después de los estragos que provocará la pandemia.
Somos una sociedad desconcertada y atemorizada, a la que se le ha movido el piso sobre el que se apoyaban sus frágiles certezas. Nos ha estallado una bomba de incertidumbre; andamos a tientas; hemos extraviado la noción del futuro. Nuestra vida ha quedado en suspenso y tenemos la sensación de haber perdido el control: no somos dueños de los acontecimientos que influyen sobre nosotros. Sobre la marcha, hemos tenido que amoldarnos a un principio "contra natura": todo lo que no está permitido está prohibido. Tuvimos que resignar libertad en aras de un objetivo superior. Muchos debieron cerrar sus negocios y ven jaqueados sus esfuerzos de toda la vida; otros están impedidos de salir a ganarse el pan. Nos hemos quedado –no sabemos hasta cuándo– sin nuestros rituales: sin los cumpleaños, los asados familiares, las salidas con amigos. También sin las cosas queridas de nuestra cotidianidad: el bar, el club, la esquina, la plaza. Hasta hemos perdido el abrazo en la hora del dolor. Muchos han tenido que enterrar a sus muertos en soledad y han sufrido la pérdida a distancia. Se nos han encogido dramáticamente las expectativas y han perdido sentido varios de nuestros proyectos. Se está pasando de lo inconcebible a lo insoportable. En medio de esa niebla de confusión y temor, deberemos restaurar el ánimo colectivo, estimular la vitalidad de nuestra época, recuperar la confianza y sobreponernos a un tiempo sombrío. Deberemos superar las pérdidas y las frustraciones, el dolor y la pesadumbre. Deberemos elaborar un duelo colectivo. Para eso necesitaremos liderazgos políticos, pero también liderazgos ciudadanos, referentes éticos, voces que aporten sosiego, que alienten la solidaridad, la fortaleza, la razonabilidad y el altruismo.
Para enfrentar las secuelas de este tiempo será indispensable la asistencia del Estado, pero también lo será nuestra capacidad de autoayuda. Todo dependerá de la fuerza con la que pueda latir el corazón de nuestra sociedad. A la Europa de posguerra la ayudó el Plan Marshall, pero tanto o más la ayudaron los propios europeos con su instinto de reconstrucción, empuje y templanza, capacidad de mirar para adelante, de levantarse y de volver a inyectarles energía a aquellas ciudades arrasadas. Somos un país empobrecido, arrastramos problemas graves y de diversa índole, estamos fracturados por una grieta que no se ha cerrado y nuestras instituciones no son todo lo robustas, eficientes y confiables que deberían ser (quizá sean todo lo contrario). Aun así, y sin alentar un optimismo hueco, tenemos la oportunidad (y la obligación) de actuar como una sociedad madura, responsable y comprometida para enfrentar problemas que serán, seguramente, más graves que los que hemos conocido varias generaciones.
Fortalecer nuestro espíritu ciudadano no es un objetivo abstracto. Es algo que dependerá de lo que hagamos como individuos, en nuestro ámbito familiar, en nuestros lugares de trabajo, en nuestros barrios y edificios, en nuestras escuelas y universidades, en nuestros clubes y espacios de encuentro, de un lado o del otro del mostrador. Dependerá de nuestro compromiso con las normas y las nuevas pautas de convivencia. También de nuestra capacidad para extender redes de solidaridad, de nuestra responsabilidad con el medio ambiente y con la higiene urbana, de nuestra sensibilidad para valorar a los mayores y tejer alianzas intergeneracionales, para fortalecer lazos de confianza, asumir sacrificios y ejercitar la paciencia, para cultivar la mirada de largo plazo, preservar nuestro espíritu crítico y acatar las normas sin actuar como rebaño. Dependerá, a la vez, de nuestra fortaleza para dominar el miedo y de la vitalidad de nuestra acción mancomunada. No será fácil, en una sociedad demasiado fragmentada y con poco apego al cumplimiento de las leyes. Pero nos asomamos a uno de los retos más difíciles de este siglo. ¿Será tan difícil actuar con responsabilidad colectiva sin caer en la sumisión?
Debemos hacernos cargo de esto como ciudadanos, sin esperar del Estado más de lo que el Estado debería hacer. Parte de nuestra responsabilidad pasará por estar alertas frente a las tentaciones autoritarias a las que suelen ceder los gobiernos en tiempos de excepción. En ese sentido, son saludables las reacciones y los reparos frente a medidas de un Estado que, aun con buenas intenciones, suele derrapar en una suerte de paternalismo bobo. ¿Qué otra cosa, si no el ridículo, fue eso de que desde el Gobierno nos hayan recomendado sexo virtual o tareas para entretenernos en casa? La rebelión de los mayores contra el permiso para salir tuvo que ver con eso: "… Está muy bien que el Estado nos cuide, pero sin exagerar y sin tratarnos como chicos". Fue la reacción de una ciudadanía activa, que aun a riesgo de una excesiva sensibilidad y hasta de alguna sobreactuación preserva su espíritu crítico. Deberíamos exigir tolerancia con el debate. Y tal vez recordarles a algunos gobernantes que plantear dudas no es ser tontos, mucho menos cuando estamos aturdidos por mensajes contradictorios. Querer trabajar y producir no es ser miserables. Aspirar a reencontrarse con alguna normalidad no es ser suicidas. Quizá el Gobierno debería aceptar que no están de un lado los iluminados y del otro los ciegos. Hasta los propios científicos admiten que están aprendiendo sobre la marcha. En una democracia, el debate también es un "servicio esencial". Y no debería pedir permiso para circular.
Sería oportuno preguntarse por la legalidad de algunas medidas adoptadas al compás de la emergencia. Hay intendentes que han levantado muros y dispuesto "toques de queda" con una liviana inclinación hacia el totalitarismo chapucero (pero totalitarismo al fin). Con el argumento del bien superior, ignoran la Constitución para guiarse por las encuestas y el miedo. Se ponen por encima de la normativa nacional y provincial. "Acá el Estado soy yo", dicen algunos caciques municipales. Los jueces miran para otro lado. También ahí debería estar nuestro ojo ciudadano, no en la vigilancia del vecino.
La cuarentena algún día terminará, pero seguramente empezará otro tiempo cargado de dificultades, de exigencias, de incertidumbres y de apremios. Muchos de esos desafíos tendrán una dimensión desconocida. Frente a ellos, estaremos nosotros mismos. De nuestra capacidad de sobreponernos, de ayudarnos unos a otros, de actuar con responsabilidad y mesura, dependerá casi todo el día después. Ojalá podamos decir, al mirarnos al espejo, lo que acaba de decirles Angela Merkel a los alemanes: "Somos una democracia. No vivimos de imposiciones, sino de conocimientos compartidos y de participación". Quizá valga la pena que, entre todos, pensemos en nuestro propio aporte ciudadano para enfrentar lo que vendrá.