El gesto es inequívoco: aun cuando pudiera aspirar al récord Guinness por su altura, no reclama para sí mayor gloria. Parece pertenecer a la mano derecha de un hombre, por venosa y nervuda, y según cómo le dé la luz se verá de un pálido marmóreo o de un azul pitufo. Pero la obra no puede analizarse si no es en su contexto. Frente al muy recoleto Palazzo Mezzanotte, ahí donde las columnas, las gárgolas y los mármoles protegen el dinero que corre por las venas de la Bolsa de Milán, un dedo mayor, al que en algunos países le dicen "dedo corazón", se levanta firme mientras los otros cuatro están cortados y a los banqueros les grita, mudo: Fuck you.
A pesar de los intentos de mudarla de plaza, la polémica escultura con un gran dedo en alto frente a la Bolsa de Milán sigue en el corazón de la ciudad desde hace casi una década.
Un dedo es un dedo es un dedo: en la reescritura del aforismo, esta mano de cuatro metros de alto dice lo que muchos querríamos decir desde un pedestal. Lo miro desde abajo en todos los ángulos posibles y el increíble realismo de su rigidez fálica impresiona: es el símbolo universal del desprecio. El artista Maurizio Cattelan, uno de los más celebrados y discutidos de Italia, lo montó hace casi una década y sigue ahí, a pesar de los intentos por mudarlo a una plaza donde provoque menos incomodidad que en la Piazza Affari, tan pulcra y escenográfica (hace unos años vi en Nueva York otras instalaciones suyas igual de irritantes: un Juan Pablo II tamaño natural, caído sobre el piso y golpeado por un meteorito con expresión de dolor, tan pero tan real que un buen samaritano tenía el impulso de correr a ayudarlo).
El artista Maurizio Cattelan, uno de los más celebrados y discutidos de Italia, la bautizó con la sigla L.O.V.E. (L de libertad, O de odio, V de venganza y E de eternidad), pero los italianos la llaman il dito.
Leo que el palazzo que alberga la Bolsa de Milán fue construido en 1932 en estilo neoclásico y que no tardó en convertirse en el símbolo del fascismo que prometía durar mil años. Frente a sus puertas de doble hoja, la mano tallada en finísimo mármol de Carrara podría ser la de un Mussolini triunfante o la de un David con gigantismo. Lo que desentona es el gesto. Poco dispuesto a las explicaciones, Cattelan la bautizó con la sigla L.O.V.E. (L de libertad, O de odio, V de venganza y E de eternidad, como en las novelas de Sue Grafton), pero el tano promedio, siempre práctico aunque ampuloso, le dice simplemente il dito, el dedo. Parece un insulto contra Milán, "la capital tecnocrática del neocapitalismo italiano", como dice Carlo Feltrinelli, el dueño de la gran cadena de librerías, uno de los multimillonarios milaneses que todos los días pasa delante del gestito de mármol.
Si es cierto que Milán no es Italia sino Europa, la ambición de estos banqueros por parecer suizos o alemanes choca de frente contra el mamotreto de la plaza. No hay mañana en que no escuchen un silencioso vaffanculo y que no vean cómo un dedo eternamente rígido les recuerde lo que el hombre de a pie opina de ellos.
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