Pensé en construir un muñeco de madera, uno realmente bueno, que pudiera bailar… y hacer saltos mortales en el aire. Después, con ese muñeco, podría viajar por el mundo y ganar mi trozo de pan y mi vaso de vino". Con una cita de Pinocho, de Carlo Collodi empieza Jacksonismo: Michael Jackson como síntoma, el libro de ensayos sobre el así llamado Rey del Pop (¿se le pedirá que abdique post mortem?) al cuidado del marxista pop Mark Fisher, editado por Caja Negra. En esa introducción, el mismo Fisher escribe: "Los muñecos aparecen con frecuencia en los ensayos de este libro como una imagen no solo de la abyección de Jackson, sino también de la seducción y la hechicería de su actuación". Esas tres palabras (abyección, seducción, hechicería) se vuelven necesarias para explicar no solo a Jackson como síntoma de la cultura de masas de Estados Unidos en modo Reagan, sino que titilan como marquesinas fluo conforme se avanza en los testimonios de Leaving Neverland, el documental que puso en suspenso el tránsito a la inmortalidad artística de la estrella negra.
Después de haber definido el mainstream de una década en base a coreografías poshumanas, la puesta al día del soul de Motown en un R&B hiperkinético y la reconstrucción permamente del cuerpo, Jackson es ahora el paradigma invertido de la posvida de las estrellas pop. No está vivo porque aparezcan grabaciones encontradas ni porque un objeto suyo rompa los rankings de la memorabilia. Está vivo porque a su biografía se le ha sumado un capítulo oprobioso. Espeluznante, como se traducía "Thriller" en la patria de los 80. Todo el mundo ha vuelto a hablar del más chico de los Jackson 5 como en 1984. Pero ahora no para señalar la transformación de James Brown en un robot sino para descolgar los pósteres del posible pedófilo más famoso de la historia. Jackson es otra vez número uno, pero ahora por un contexto que facilita (y hasta estimula) la confesión de los abusos por parte de los artistas. No solo su caso marcha en el top de la pole position por portación de nombre, sino porque se hace difícil creer que todo lo que se cuenta no sea verdad.
No hay forma de hacer que los pies desaprendan el moonwalk; ni que dejen de pasar "Beat It"
Cuando Jackson llegó a Buenos Aires en octubre de 1993 con el Dangerous World Tour su figura versallesca ya era acechada por los rumores de abuso. Sin embargo, nada impidió que la estrella inaccesible que iba de shopping con barbijo y era protegido del sol por un asistente con un paraguas (¿su propio Rucci?) cargara una combi con fans preadolescentes y se los llevara de paseo a un parque de diversiones en las afueras de la ciudad. Una guardia periodística para el diario Clarín me llevó entonces hasta el alambrado del predio desde donde se veía a Jacko correr entre niños (era un poco Xuxa la escena) rumbo a una noria a la que se treparon con entusiasmo. Pasé el informe por uno de esos desmesurados artefactos de la temprana telefonía celular. Fue un dato de color en una crónica del día. Que Jackson se rodeara de menores parecía parte de su circo, la corte de un Peter Pan desquiciado. Nadie pondría el grito en el cielo por eso.
En uno de los ensayos de Jacksonismo, escribe Barney Hoskins: "Recuerdo estar acostado en mi cama con una radio a transistores del tamaño de una caja de fósforos apretada contra el oído, embelesado y levemente avergonzado por la pureza del chico que cantaba el coro de «I’ll be there». Recuerdo que pensé: «Dios, es apenas seis meses más grande que yo; me pregunto cómo sería si viniera a mi casa y miráramos televisión o jugáramos juntos al fútbol»". El Jackson adulto hizo realidad esa misma fantasía, pero en la vida de Wade Robson y Jimmy Safechuck, antes niños que imitaban a la estrella y que también se preguntaban cómo sería tenerlo de amigo. De la misma manera que Hoskins explicaba cómo era escucharlo en los 70 en la radio, Robson explica en Leaving Neverland (vista por un millón de espectadores en HBO) cómo era estar con él en los 90. "Imaginen cómo era el pene de un hombre de 40 años en la boca de un niño de 7". Si se creen los testimonios (Macaulay Culkin, el niño Jackson más famoso, negó ser víctima de sus abusos) es muy difícil que cualquier cosa relacionada con Jackson no se recontextualice. Desde ese recuerdo de Hoskins a la escultura dorada que Jeff Koons hizo de la estrella con un chimpancé en su regazo. ¿Acaso en esa pieza de rococó pop hubo una denuncia velada sobre la perversión del artista?
Robson y Safechuck no pasarán a la historia por nada que no sea volver mala la fama de Michael Jackson. Fueron posibles víctimas de un pederasta manipulador, pero también acorde con los testimonios, de sus madres obnubiladas con el éxito. ¿Cómo se entiende si no que una mujer abandone a la mitad de su familia en Australia para dejar a su hijo menor al cuidado de una estrella solitaria y egomaníaca? Las dos historias de Leaving Nevermind tienen la misma trama. El abyecto Jackson sedujo y hechizó a dos mujeres que sacrificaron a sus hijos en el altar del pop.
Por el contrario, no hay ni una mención a la música de Jackson en todo el documental. Acaso porque para escucharla no había que ser un elegido del rey, era un bien que se desparramaba a lo largo del mundo y clases sociales. No hay forma de hacer que los pies desaprendan el moonwalk; no hay forma de que la radio de clásicos desprograme "Beat It". Como tampoco hay forma de amar el cine y cerrar los ojos a Hanna y sus hermanas, de Woody Allen. Hay un abismo entre lo individual (el rey pederasta) y lo colectivo (sus canciones, shows y videos).
En 1995, Norman Oak pintó el Retrato de Michael Jackson como Rey, una reconstrucción en el estilo de la pintura de nobles del siglo XVIII del artista. Jackson debería creerse eso: ser pintado como un rey podría habilitarlo a vivir fuera de época y volver objeto sexual a los niños de la Corte. Muerto el rey, que viva la música. Y la música que hay que dejar de tocar de Michael Jackson es simplemente la mala, que es mucha.
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