El espacio es tan diminuto que Juan Pablo Nyohena podría tocar la cocina con solo estirar los brazos. Pero en vez de medir la superficie, estándar para los parámetros locales, come su pan con chicharrón en la barra. Del otro lado, el encargado de cuidar que nada se queme en la parrilla se termina su cigarrillo.
–¿Hace cuánto que te viniste? –le pregunta Juan Pablo.
–Uf… me vine como a los 18 pues –responde una voz interferida por el ruido de las brasas. El acento es marcadamente limeño–. Ahora tengo 35.
Ambos son nikkei, descendientes de japoneses, y llevan un tiempo considerable viviendo en Japón. Conversan acerca de cómo marcha el negocio, de la cantidad de gente que camina por la calle Komachi, a la que da el local, la más transitada de la ciudad costera de Kamakura los fines de semana. Nada relevante. Juan Pablo admitirá más tarde que aunque uno establezca un diálogo ocasional con alguien, la tradicional discreción japonesa siempre terminará imponiéndose en las relaciones personales; ni siquiera está hablando de hacer amistades: Juan Pablo no sabe el nombre de la persona que sábado por medio le cocina los chicharrones.
Son hijos y nietos de japoneses, pero nacidos en la Argentina, y volvieron al país de sus ancestros en su condición de nikkei. La isla no se parece a la que describían en los relatos familiares. Y allí no se los considera japoneses
Muchos nikkei emprendieron un viaje a lo desconocido y aterrizaron en un país muy distinto del que dejaron sus abuelos: no hay manera de encajar las ideas hechas a partir de recuerdos familiares en este universo hipermoderno de 127 millones de almas. Con una población envejecida, la mano de obra migrante es clave para mantener a flote la economía de las islas. A los japoneses parece importarles poco el origen de los recién llegados. Todos, sin distinción, son considerados gaijin, literalmente, "los de afuera".
–Siempre te consideran extranjero. Una vez, en una entrevista laboral vieron mi nombre y me dijeron: "Ah, vos no sos japonés". Ese comentario no hace falta. A muchos japoneses no les gusta la gente extranjera. No se puede cambiar la cabeza de nadie –se resigna Juan Pablo, que va bordeando el mar en su Peugeot 206–. Cada uno marca su identidad. Yo soy nikkei de Okinawa, de Argentina y de Monte Grande.
En 2002, Argentina atravesaba la peor crisis de su historia. Por ese entonces, Juan Pablo trabajaba en una farmacia de Abasto. Pero incluso para los jóvenes afortunados que contaban con un ingreso, el horizonte estaba afuera. Después de todo, ¿qué otra cosa podía esperar un argentino entre los veinte y los treintaipico de un país quebrado?
Juan Pablo partió ese año a Japón.
Comenzó ensamblando televisores en la fábrica de Sony, juntó algo de dinero y volvió a Monte Grande para abrir un negocio de telefonía celular que no prosperó. A los dos años estaba de regreso en Fujisawa –a una hora de Tokio– trabajando en la fábrica de Bridgestone. Claro que extraña a sus amigos del barrio y todavía lamenta no haber estado en Monte Grande cuando su padre murió, dice. Pero prefiere no leer noticias de Argentina. Es que las personas se hacen en el lugar que les toca. En la mayoría de los casos, el gaijin aplacará el desarraigo a través de una red de contactos que hablan su idioma, comparten su experiencia y se ganan su confianza. Al menos hasta el momento en que le preste dinero a uno de ellos, que no se lo devolverá jamás. Juan Pablo recuerda ese hecho y de pronto mira con esos ojos que son la distancia real –más que los 18.000 kilómetros que separan Buenos Aires de Fujisawa– entre dos mundos: una mirada misteriosa y desafiante. La mirada de un ninja.
–Que alguien venga y me diga que tiene un mejor auto no me hace nada. Muchos nikkei empezaron a hacer plata y se olvidaron de dónde vinieron. Muchos se endeudan. Tienen unos valores totalmente equivocados.
Con 38, ya cansado de estar en relación de dependencia, ahora hace trabajos de instalación de gas y demolición de casas por su cuenta.
–¿Estás contento en Japón?
–Estoy tranquilo.
La tierra en acción
Pero la tranquilidad es algo relativo en una tierra castigada por tifones, terremotos y tsunamis. La tarde del viernes 11 de marzo de 2011, Juan Pablo estaba cumpliendo su turno en la Bridgestone. Algunos compañeros terminaban de almorzar y se prestaban a volver a sus puestos cuando el lugar se apagó por completo. "¡Terremoto!", gritaron dos hombres. Era la señal que anticipaba la catástrofe. A los pocos segundos el piso comenzó a sacudirse. Los relojes se desprendían de las paredes. Juan Pablo no podía pararse, temía que los tornos se vinieran abajo. Era la primera vez que veía la tierra temblar así. Jura que ese día conoció el miedo.
La tarde de ese 11 de marzo, minutos antes de las tres, Erika Yamao se encontraba con su familia en el subte de Tokio. Todo iba con normalidad, es decir, la velocidad era constante y los pasajeros viajaban en silencio, hasta que la formación se detuvo y empezó a balancearse. El plan de contingencia funcionó con rapidez: las personas fueron evacuadas sin dilaciones por el personal. Ya en la superficie, el asfalto se retorcía bajo sus pies. Erika siguió la mirada de las mujeres que salieron corriendo de la peluquería con los gorros metalizados todavía en la cabeza: los carteles en lo alto de los rascacielos chocaban entre sí. Su recuerdo será el sonido de la chapa chirriando. Era la primera vez de Erika en Japón.
El terremoto seguido de tsunami del 11 de marzo de 2011 fue el más poderoso que vivió Japón hasta el momento. Ese día el mar se tragó a 18.000 personas y provocó el accidente en la central de Fukushima, el desastre nuclear más grave después de Chernóbil.
Entre la sangre y la esclavitud
Cerca de 3.600 argentinos residen de forma permanente en Japón, de los cuales se estima que alrededor de 2500 son nikkei. Las cifras del Ministerio de Justicia japonés muestran también que, muy por delante, los brasileños lideran el grupo más numeroso entre los sudamericanos (193.000), seguidos por los peruanos (58.000). Esto no es casual: la historia dice que el 3 de abril de 1899, el buque Sakura Maru llegó al puerto del Callao, en Perú, con 790 pioneros a bordo; casi una década después de lo que fue la primera migración oficial de japoneses a Sudamérica, otro contingente de 781 migrantes –la mayoría varones, jóvenes y listos para trabajar en los cafetales– arribaría a Brasil. Unos cuantos de ellos seguirían bajando hacia Argentina y conformarían el germen de la comunidad japonesa en el país, que entre nativos y descendientes suman más de 54.000.
–En el ’89 se sancionó una ley por la que solo los descendientes de japoneses podían entrar, trabajar y vivir en Japón, porque para el gobierno y la Justicia importa la sangre japonesa. De ahí en adelante vinieron muchos latinos. El gobierno pensaba que sería más fácil para los descendientes adaptarse a la sociedad, pero después entendió que los nikkei son latinos, y volvió a la idea de que los japoneses estando en otros países no son japoneses –dice Chie Ishida.
Chie es una antropóloga japonesa que enseña castellano en la Universidad de Waseda y una advocate de los derechos humanos aquí y allá: todos los 24 de marzo viaja a Buenos Aires para participar del Día de la Memoria. Además, realizó una investigación sobre la inserción de los nikkei latinoamericanos en la sociedad japonesa.
–Si un extranjero tiene un trabajo determinado, sí puede vivir en Japón. Ahora crearon una visa nueva, una categoría de trabajo que es como "entrenamiento del trabajo". Los organismos de derechos humanos dicen, y todos lo sabemos, que muchas veces estos extranjeros trabajan en condiciones infrahumanas. Es una nueva esclavitud. Si entrás con esa visa y venís con un certificado de cierta empresa, no tenés libertad para cambiar de trabajo –explica Chie sobre la situación de los gaijin, en particular la de los asiáticos, que deben pagar para regularizar su situación y poder conseguir un empleo repetitivo, intensivo y mal remunerado.
Si entrás con la visa de trabajo nueva y venís con un certificado de cierta empresa, no tenés libertad para cambiar de trabajo. Es una nueva esclavitud.
En los 80, mientras América Latina atravesaba la dolorosa década perdida –una combinación desastrosa de crecimiento nulo, deuda externa impagable e hiperinflación–, Japón experimentaba una euforia que hasta hoy es recordada con nostalgia: la década gastada. Nunca los japoneses volverían a tener tanto dinero y a consumir tanto de todo como en aquel entonces. En esos años también llegaron los primeros nikkei sudamericanos que querían ser parte de la pujanza. Pero aterrizaron justo cuando el rush económico languidecía.
Al final de la fiesta le siguió un despertar de los elementos más nacionalistas de la sociedad. Y los nikkei, muchos de los cuales ni siquiera pensaban quedarse demasiado tiempo, empezaron a ser vistos de reojo. Un caso dramático fue el de Herculano Reiko Lukosevicius, un nikkei brasileño de 14 años secuestrado la noche del 6 de octubre de 1997 por una banda en la ciudad de Komaki. Según la policía, los secuestradores pertenecían a un grupo de motorizados que buscaban entre Herculano y sus amigos al responsable del robo de una moto. No tenían pruebas. Tampoco importaba. La banda preguntó quién era gaijin. Al parecer era eso lo que importaba. A Herculano lo subieron a un auto y lo llevaron hasta un parque alejado, oscuro y sin gente. Eran veinte contra uno. Lo tiraron al piso, lo patearon y lo golpearon con bates de béisbol y palos de golf. Para terminar, lo apuñalaron. Llegó destruido al hospital. Tres días después moriría. El mes siguiente tenía previsto volver a Brasil.
La frontera cultural
En una comparación inevitable, Kioto termina por ganarle a Tokio. La antigua capital imperial tiene avenidas amplias y arboladas, menos autos y muchos templos y santuarios. A Erika le parece, en una comparación poco probable, que Kioto tiene más que ver con Buenos Aires. Por eso decidió mudarse apenas puso un pie en Tokio –donde uno y el de al lado están separados por un promedio de treinta centímetros–, cuando regresó desde aquellas vacaciones familiares que coincidieron con el tsunami. En Kioto pudo respirar. Erika maneja su bici por los callejones de esta ciudad que parece una maqueta a escala humana, con edificios apagados, atravesada por el río Kamo y custodiada por montañas. Como un gran jardín japonés.
Cuando regresó en 2015, sola y con los 30 recién cumplidos, Japón era un mundo por descifrar. El japonés que se hablaba en casa de sus abuelos era un código de palabras inventadas. Por otro lado, en el japonés existe un sistema tácito de gestos, tonos y reverencias que todos aprenden y respetan. Al hablar con un local, Erika rompe entonces el hechizo de la gaijin invisible, es decir, parecer pero no ser. Si la definición estricta de japonés refiere a una persona que nace y vive en Japón y habla su lengua, los nikkei están en un limbo.
–Aunque uno no quiera, se olvida de cómo se ve. Mis amigas me dicen china. La gente te pone en ese lugar y no está mal. Es real. Allá soy extranjera y acá también. Uno tiene que crear la síntesis entre las dos partes. Nunca voy a encontrar un lugar que sea Argentina y Japón juntos, exactamente a como lo viví en casa –explica Erika, que viste jean, remera blanca y unas All Star, a la argentina, y habla suave, con frases cortas, a la japonesa–. Los japoneses siempre te van a tratar con amabilidad, pero sienten el choque con los extranjeros. La educación es tan estructurada que cualquiera que venga de afuera desequilibra toda la armonía.
Los cuatro abuelos de Erika son originarios de la zona de Akita, más próxima a Rusia. Es tercera generación, hija de un matrimonio que crió a su familia en Don Torcuato, algo alejado de los centros de la comunidad nikkei. En principio, Erika vino a Japón a aprender el idioma. Además de tomar clases intensivas de gramática y caligrafía, se introdujo en la tradicional ceremonia del té. Una vez aclimatada, se animó a hacer un posgrado en diseño (Erika es arquitecta) y consiguió un trabajo part time en una agencia creativa en la que sus compañeros son extranjeros y, por ende, están liberados de hablar japonés entre ellos. A Erika se la nota cómoda con el reto que significa abrirse camino por su cuenta en el otro extremo del mundo.
–Acá están más involucrados con las guerras, tenés que estar atento a lo que está pasando. Si Corea del Norte lanza un misil me tengo que volver a la Argentina– dice Erika, que queda suspendida en la idea–. Extraño eso de allá: a lo de afuera no le dan bola porque adentro es un quilombo.
Y larga una carcajada. Es el absurdo de vivir acechado por la pesadilla nuclear, un escenario algo ajeno para un nikkei argentino. Acaso como un tsunami.
En los 90, el papá de Natalia Oshiro se dividía seis meses al año entre los negocios familiares en San Fernando –un vivero y, para mantener el estereotipo del japonés en Argentina, una tintorería– y la otra mitad trabajaba en una empresa de electricidad en Japón. Un auténtico dekasegui o trabajador temporal. Pero a diferencia de su padre, e incluso de Erika y Juan Pablo, los planes de Natalia se fueron precipitando. Había llegado a Japón de vacaciones con su novio en 2014 y a las pocas semanas ya estaban contactando a una empresa que reclutaba extranjeros. Natalia avisó al restaurante donde era encargada que no regresaría; contrató a un abogado y presentó el koseki –el sistema de registro de las personas, una suerte de documento de identidad familiar por consanguinidad– de sus abuelos okinawenses, que facilitó bastante la tramitación de su visa de residente. Enseguida entró a trabajar en una empresa que prepara unas cajitas que contienen pequeñas porciones de comida y que aquí se conocen con el nombre de obento. Allí conoció a otra argentina, Sofía Traini. Aprendió algo de japonés en un curso gratuito exclusivo para descendientes. En el medio se separó. El año pasado le dieron la visa de tres años, así que en 2021 podrá solicitar la de cinco, previa a la permanente.
Es su día libre y Natalia y Sofía comparten un plato de papas fritas en una cafetería a siete pisos del famoso cruce de Shibuya, en Tokio, otro momento de masa-de-japoneses-en-movimiento-sincronizado. Por increíble que parezca, cuando el semáforo detiene los vehículos, los cuerpos se arrojan en todas las direcciones y ninguno toca al otro. Cada uno, con marcha disciplinada, va ensimismado en sus propósitos.
–Los japoneses cuidan mucho su privacidad y desde muy jóvenes saben bien qué quieren en la vida. Acá primero está el trabajo, después la salud y la familia. Conocí a un chico con título de marketing que trabajaba desde las siete de la mañana hasta las 11 de la noche. Vivía a una hora de la ciudad. ¡No dormía! –explica Natalia.
–El hecho de trabajar mucho es algo incorporado. No es algo negativo. Acá no se toman los días de descanso, los van acumulando a través de los años –dice Sofía, que no da crédito a este método de organizar el ocio y revolea los ojos.
Acá primero está el trabajo, después la salud y la familia.
Natalia tiene 30 años, pero aparenta unos 10 menos. Es el efecto que producen las mujeres japonesas sobre la mirada extranjera: la imposibilidad de arriesgar un número. Nadie en Japón adivinaría tampoco que la familia materna de Natalia es tucumana. Y no es solo por los rasgos fisonómicos. Los gestos sobrios, a veces aniñados, como cubrirse la boca al reír, la emparentan con las chicas japonesas de su generación, criadas en la cultura pop del animé. Sofía también es, por así decirlo, mitad nikkei. O un cuarto. Su abuelo materno es el único de los cuatro que vino de Japón. En cambio, con 22 años, Sofía, que le lleva una cabeza a su amiga, es ante los japoneses lo que su mirada delata, la única información relevante y definitiva para el escáner local: una gaijin.
–Presencié momentos de discriminación en el trabajo. Noto mucho bullying entre los japoneses, sobre todo si sos de piel más oscura o más gordito. Se ríen de vos. Te mandan a hacer los trabajos más pesados. Hay brasileños que se defienden, pero hay otros que no quieren problemas –dice Natalia–. Sofía es joven. En el trabajo tienen la idea de que las chicas jóvenes son lindas y entonces hay cosas que no pueden hacer.
–Sí, es algo medio machista –reconoce Sofía.
Sofía llegó en octubre de 2016, después de que a su hermano le pegaran un tiro durante un robo. De algún modo, habían decidido tomar el hecho como una señal para dar el paso. Los primeros días fueron hospedados por su familia japonesa en una casa en medio del campo. Algo decepcionados y aburridos, alquilaron un piso en Kawasaki, cerca de Tokio, gracias al aval de sus tíos. De a poco formaron un grupo de expats argentinos, que incluye a Natalia, con el que se mueven por todos lados. Y en la tierra donde tener un hobby se presenta casi como un mandato, Sofía sintoniza bien. Cuenta que dibuja, canta, toca la guitarra –subió historias a Instagram en las que versiona a Spinetta, Nirvana y Marilina Bertoldi–, compone y que incluso dio un show en un bar de Tokio. Que hace poco escaló el monte Fuji, un volcán en actividad, el punto más alto de las islas. Y que el pasado 8 de agosto se manifestó vestida de verde frente a la embajada argentina por el aborto legal, mientras miles de mujeres rodeaban el Congreso en Buenos Aires.
–Arigato gozaimasu.
–Arigato gozaimasu.
Las chicas agradecen al camarero. Natalia saca su billetera para pagar la cuenta: es una billetera azul con una medialuna, la misma que porta en su frente la gatita de Serena, la protagonista de Sailor Moon, su serie favorita, y dice que pagó el equivalente a 250 dólares por ella. Un gusto nada exorbitante en un país donde el salario medio es de 2.500 dólares. La encargada las despide con una reverencia de 90 grados. Ahora bajan por el ascensor y salen a la calle. A unas cuadras del centro de Shibuya, la noche se anticipa. En una de las laterales, cae el primer oficinista vencido por el alcohol, con el mentón pegado al pecho. A unos metros, las puertas automáticas del pachinko –la sala de maquinitas– se abren y el lugar escupe una ráfaga de sonido epiléptico; las luces interiores tiñen el asfalto de fucsia por un instante. En unas horas la ciudad entera habrá gastado sus últimas energías. Mañana Juan Pablo desmontará una casa en Fujisawa, Erika presentará una entrega en la facultad y Natalia y Sofía rotularán las etiquetas de los obento. La rutina y sus desplazamientos, sus horarios y sus tareas, marcarán otro día en el imperio del sol naciente.
Patricio Porta
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