Bettina Sala se ve joven, no parece de 44. Es alta, delgada, elegante. Tiene ojos atentos y el cuerpo siempre en tensión. Le tocó una adolescencia difícil; su madre se fue y ella sintió la obligación de cuidar a los hermanos menores, ser un poco madre antes que hermana. Quizás haya que remontarse a ese momento para entender lo que pasó luego. Bettina creció protegiendo a sus hermanos de las falencias de los adultos, prefiriendo ignorar lo que se decía, observando el enriquecimiento injustificado, sabiendo sin querer saber. Estudió Licenciatura en Administración de Empresas, leyó todo cuanto pudo, viajó. Pero mientras ella trabajaba a destajo para mantenerse a sí misma primero, y a sus hijas después, a su alrededor el dinero no parecía ser un problema. No pensó que los negocios turbios de la familia podrían involucrarla, se sentía libre de culpa alguna, hasta permitió que su hermano pusiera bienes a su nombre. Nunca imaginó que un día la acusarían de asociación ilícita por lavado de dinero y que terminaría presa en la cárcel de mujeres de Ezeiza, sin dinero ni para pagar un abogado.
El miércoles 27 de marzo, las hijas de Bettina, de 10 y 12 años, habían vuelto del colegio y se preparaban para merendar. La familia vive en la casona que Bettina ha heredado de sus padres, en un elegante barrio cercano a la avenida Constitución, en la ciudad de Mar del Plata. Esa tarde, cuando sonó el timbre, Bettina abrió la puerta y se encontró con un grupo de policías y personas de civil que le informaron que tenían una orden de allanamiento. El operativo Poseidón se había puesto en marcha y una de las sospechosas estaba siendo informada.
Por haber aceptado que su hermano pusiera una propiedad a su nombre, Bettina Sala, una joven licenciada en Administración de Empresas, estuvo tres meses presa en la cárcel de mujeres de Ezeiza.
"El operativo bautizado Poseidón –dijo la nota de La Nación al día siguiente– requirió 26 allanamientos y 8 capturas, entre ellas la de Sergio Sala, apodado Cocoon, líder de una organización criminal que se dedicaba aquí al lavado y blanqueo de dinero generado por una banda de narcotraficantes, cuyo cabecilla ya estaba en prisión".
Revolvieron todo, pero la trataron bien, con respeto. Ella les pidió consideración por los menores que había en la casa; creía que buscarían algo, que no encontrarían nada y se irían. Pero el marido de Bettina es abogado y se había quedado leyendo la orden. Fue él quien le dijo que se la llevarían detenida. "La peor pesadilla no fue estar, sino que te digan que vas a estar. Cuando vos no te lo esperás. Es que no cometiste un delito, no entendés qué pasa. Entonces la pesadilla es que te digan que vas a estar, imaginar qué te vas a encontrar".
Pero Bettina todavía no sabía que estaría 92 días presa, más de la mitad del tiempo en una de las más tristemente célebres cárceles de mujeres: la unidad 19, Colonia Penal de Ezeiza. Salió de su casa pensando que la llevarían a declarar y volvería al día siguiente. La dejaron sin explicación alguna en un buzón (celda pequeña para una sola persona). Su cabeza volaba, intentaba serenarse. Trataba de no leer las inscripciones en las paredes, de no oler. Se decía a sí misma que debía intentar no ver "porque lo que entraba en la cabeza sería difícil de quitar". Entonces, parada junto a la reja, cabizbaja, evitaba incluso sentarse en el camastro mugriento, sin saber qué hacer.
Pronto comenzó a operar su prodigioso instinto de supervivencia que tanto la ayudaría a lo largo de esa inmersión que recién comenzaba. "Después, dije, me tengo que sentar. Bettina, tenés que dormir. De a poco me fui acomodando en la litera. Había llevado este chal y me acomodé. No hay luz, siquiera. Una lamparita muy tenue en la letrina. Yo no quería ver para no retener. No quería leer las paredes, pero, en definitiva, no podés evitarlo. Y leés. Había una ventanita con rombos. Me cansé de dibujar rombos. Y por ahí fumaba, miraba hacia fuera. Vino una oficial y me mostró por Instagram las noticias de lo que estaba pasando. Yo no tenía ni idea de la causa. Podía saber de qué se trataba, pero no qué había pasado".
Podía saber de qué se trataba, dice, porque no es boba. No es cómplice, pero tampoco boba. Conoce algo y otro poco intuye, pero esa familia disfuncional que le ha tocado en suerte es la suya y los quiere. No denuncia, no señala con resentimiento, traga la amargura y trata de no decir. Se los encontró a todos al otro día cuando la llevaron para una revisación médica, todavía en Mar del Plata. Eran siete personas: ella, su hermana y el marido, su hermano con las dos exesposas, y la hermana de una de ellas. Como si fueran a levantar la copa para brindar por Año Nuevo, pero no. Todos presos por un delito grave que incluye la asociación ilícita y el lavado de dinero proveniente del narcotráfico. Una de sus cuñadas estaba nerviosa, hacía reproches. Y Bettina necesitó defender a su hermano; conserva con él, todavía hoy, la pulsión protectora propia de una madre más que de una hermana. "Le dije: «Recordá vos que estuviste 12 años con una persona sabiendo quién es». Cada cual sabía a quién le cabía el delito. Estábamos los siete juntos. Yo me templo bastante frente al caos, no hago reproches, soy más madre". Vendrían tiempos difíciles y Bettina se cargó sobre sus espaldas a todas esas mujeres de su rara familia. Pudo sola con todo pese a su enfermedad, un diagnóstico de bipolaridad leve.
Tour de celdas
La detención es una cadena de postas. Del buzón inicial en la alcaldía marplatense los trasladaron a Comodoro Py, pero para eso primero estuvieron muchas horas dentro del camión de traslado de detenidos. Las mujeres de un lado, los varones del otro. Esposados todos. Viajaron durante la noche. Ella no durmió; dice que estuvo seis noches sin dormir y ríe: "La bipolaridad no debe ser tan grave".
"Las otras chicas hablaban, bromeaban. Mi hermana estaba mal. Ella, de por sí, no es tan calma ni razona tanto. Yo trataba de no hablar, de reírme si valía la pena algo. En un momento pedimos frenar para pasar al toilette. Frenaron en una estación de servicio de la ruta 2. Frenaron también todos los que iban atrás acompañándonos, nosotras bajamos y ellas se reían porque cortaron el baño para que entraran las delincuentes. A mí no me causaba mucha gracia. Yo quería fumar. La misma oficial o celadora, no sé, me dejó fumar dentro del baño. Yo siempre guardando las formas. Bien vestida, bien peinada, limpia, sin olor a cigarrillo. Así hasta que llegamos a Comodoro. No sabíamos adónde íbamos, nos habían dicho a Ezeiza. Ahí sí fue una impresión grande, era llegar a la prisión". Estuvieron dos noches, pero fueron suficientes para no querer irse. Más vale malo conocido. Y eso que allí estaban prácticamente hacinadas. De un lado las mujeres, del otro los hombres. Ellas, siete; ellos, 200. Todos con las mismas dos duchas que ellas podían usar solo una vez que las hubieran usado los 200 hombres. Se ríe Bettina de su cuñada, que exigía comida especial por su celiaquía.
Yo no quería ver para no retener. No quería leer las paredes, pero, en definitiva, no podés evitarlo. Y leés.
"Te atiende gente que no está capacitada o que está subcapacitada. Hacen un curso de seis meses y los mandan a trabajar. Tres meses para ser celador y seis para ser jefe. Estábamos nosotras cinco y otras dos mujeres con las que después estuve también en Ezeiza. Te daban unos colchones de noche y te los sacaban por la mañana, no había un orden. Estábamos cómodas. Siempre querés evitar el traslado. Cada cambio te desestructura, te quiebra, te asusta".
Pero el mayor temor de Bettina era que le faltara la medicación que debía tomar por su enfermedad. Así conoció, por ejemplo, el absurdo burocrático de estar seis horas en un camión de seguridad dando vueltas por la ciudad sin llegar nunca a ver a un médico. Pero hasta de eso sacó provecho: "La otra persona que iba conmigo era un preso reiterado de robo que me dijo que lo buscara en YouTube: «Me tiré de un tercer piso para que no me agarraran». Conversé con él, me aggiornó. Me explicó que cuando llegara al penal no pidiera resguardo porque ahí van las peores. No pidas resguardo de persona". El consejo fue todo. Lo supo muy poco después.
Por entonces comenzó a llenar cuadernos, serían muchos. Escribir la ayudaba a mantenerse en su eje. Y dibujar, y bordar. Hacía yoga; cuando una situación la sobrepasaba, prolongaba emes a repetición para calmarse, pero también para evitar oír. La noche del domingo, la quinta desde que empezó la odisea, felices de haber logrado la hazaña de bañarse, se prepararon para ser trasladadas a Ezeiza. Vieron una película en Telefe y aprovecharon para pedirles consejos a las celadoras que conocían Ezeiza. A las cinco de la mañana las despertaron para el traslado.
"Subimos al camión y había gente brava. Mujeres, chongos (los que ofician de hombre), que la noche anterior se habían agarrado con balas de goma y les sangraba la pierna. Gritaban, pedían cosas a las celadoras, fumaban paco... Mi hermana, protestando por todo y yo callándola. Se quejaba de las cucarachas, está lleno de cucarachas. El término cucaracha viene de la cárcel. Yo no sentía miedo, me reía. Miedo sentí cuando bajamos. Cuando llegás al monstruo. A la máquina".
Dentro del monstruo
El proceso carcelario es paulatino. La institución doma al interno a fuerza de inestabilidad. Se va hundiendo en el pantano a un ritmo tan lento como indefectible, la caída es profunda, sostenida y no se ve el fondo. La primera etapa en Ezeiza es en una celda transitoria, de ingreso. Un espacio tipo panóptico donde las recién llegadas son observadas día y noche. Algunas no lo saben, pero de lo que ahí hagan dependerá su futuro inmediato.
–Llegamos de noche, nos fueron bajando y ahí estuvo duro. Vos entrás unos pasos y está el retén. Un salón con dos inodoros cagados, meados, las paredes escritas, una ventana, un trapo colgando para limpiarte las manos, una reja más allá, la secretaría general donde está la jefa del penal. Vos ves las requisas, ahí está tu miedo.
–¿Los olores?
–La visual.
–¿Te impactó más la visual que los olores o los sonidos?
–Los sonidos son terribles. Sentía blum, la reja. Y otros mucho más fuertes cuando violan. Cuando se arman los quilombos.
Bettina asegura que no fue maltratada por las requisas. Que la revisación fue respetuosa. Está convencida de que logró imponer respeto a fuerza de buen trato. Se ríe cuando recuerda las expresiones de las celadoras cuando pedía permiso para ir al toilette. Está segura de haber encontrado una clave en el uso del lenguaje. Las palabras la sostuvieron los 92 días. Eligió cuidadosamente cada ladrillo-palabra con el que construyó el hogar en el que se refugió. "Por favor", "toilette", "no corresponde", "gracias", pero también "rajá de acá", "te arranco los dientes", con tono tumbero, cuando fue necesario. Palabras escritas, cueva, útero que sangra, en cada uno de los cuadernos que cargó durante todo el periplo, y que aún aprieta contra sí hoy, que hace solo dos días que logró la prisión domiciliaria. Exhibe con amor maternal las poesías que brotaron en lo profundo de la desesperación. Los dibujos que acompañaron el temblor.
"Te encontrás con un penal hecho en la década del 70, de forma perfecta desde lo militar. Te podés morir en un segundo. Son todas camas de metal con piso de granito. Donde se cae una gota de agua y hay un cortocircuito, quedás pegada".
Se ríe de mí cuando le pregunto si después de la requisa le dieron el uniforme. Me mira desde detrás de una reja intangible. Lo más cerca que estuve de su realidad fue sentada en el living de mi casa, conteniendo la respiración ante la estética cuidada del horror de Orange is the New Black, la serie con la que Netflix nos permite a las burguesas con conciencia social hundir la cabeza en el pantano por breves instantes.
"Cuando te agarra la requisa, te saca lo que no va: no va el negro, no va el azul, no va el gris, no va el camuflado, no va la capucha. No entran los acolchados de dos plazas. No te dan una respuesta lógica de por qué no. Igual, yo cuando entré tenía uno de dos, dije que era de una sola y pasó".
Con su hermana y excuñadas a cuestas se acomodaron en las cuchetas del fondo de una celda para 14 reclusas. Ellas hablaban demasiado, no sabían tamizar las palabras, el miedo les tapó la astucia. Bettina hubiera preferido que callaran, que ocultaran. Tuvo que defender varias veces a su hermana. Dice que se sentía lechuza, que todo el tiempo la estaba callando. Se quejaba de la comida, de la suciedad. Bettina comía hasta los cartílagos del pollo, sabía que debía alimentarse para pensar bien. Lavaba el baño para no tener que aguantar la mugre. Convidaba cigarrillos con generosidad, debía congeniar si quería evitar problemas. Su estrategia fue el perfil bajo y la generosidad. Se concentró en tener lo que las otras necesitaban. Sobre todo, en el sector de ingreso, en el que algunas buscan pleito a propósito para que las lleven a pabellones más peligrosos y así continuar con sus "negocios". Las más peligrosas, o las que quieren exhibirse como tales, se cortan, se hacen tajos a lo largo del brazo. Se ríe sin risa. Bettina comenta que entre los artículos que les dan a las internas incluyen maquinitas de afeitar para su higiene. No espera lógica quien pasó un tiempo en Ezeiza.
Su estrategia fue el perfil bajo y la generosidad: convidaba cigarrillos, debía congeniar si quería evitar problemas.
Ella no cuestionaba, solo tejía la estrategia de supervivencia. Cuenta que los días de mayor riesgo de violencia eran los sábados, porque los preparativos para recibir las visitas del domingo generaban muchas corrida y estrés. Las reclusas quieren recibir a sus familiares con tortas. Bettina, entonces, se encargaba de tener siempre harina leudante, huevos, azúcar, manteca; no necesitaba, guardaba para cuando las otras necesitaran. Compraba tranquilidad a precio de kilo de harina. Los productos se encargaban en el mercado interno, y se pagaban con el dinero que los familiares depositaban, pero no todas habían sido tan previsoras.
Los días de visita, ella solo esperaba a su marido. Todavía recuerda la primera visita; lo recibió bien vestida, con un buzo blanco con un corazón rojo, jean, zapatillas limpias, el pelo recogido en una colita. Sonríe al rememorar la imagen, había sido tan astuta que ya sabía cómo tener un poco de intimidad. "Breve, pero al menos tuvimos".
Todavía estaba en la celda de ingreso cuando fue su cumpleaños. "Hice una Exquisita, la partí a la mitad, puse dulce de leche, cobertura, corté unos pedacitos y me cantaron el feliz cumpleaños. Estuvo lindo. Nunca tuve tantas invitadas tan dispares. Imaginate que había chongos, travas, trans, uruguaya, colombiana, paraguaya, de todo". En total, estuvo siete días allí, hasta que las trasladaron juntas a un pabellón de conducta cuidada. Tres días después dieron la prisión domiciliaria a su hermana. No la extrañó, había sido una mochila pesada.
Te atiende gente que no está capacitada o que está subcapacitada. Hacen un curso de seis meses y los mandan a trabajar. Tres meses para ser celador y seis para ser jefe.
Vivió la peor de las experiencias en el centro de cuidados de salud. Se le había infectado una muela, tenía la cara muy hinchada, necesitaba antibióticos. Pero como era fin de semana no había un médico que pudiera dárselo, la única opción era trasladarla al centro de salud. Lejos de lo que su nombre indica, el lugar era el menos saludable. Había reclusas muy peligrosas. Una tenía una navaja con la que la amenazaba. En vez de tomar la pastilla para dormir, se hizo la dormida por miedo a que le hicieran daño. "Hay una celadora afuera, pero hasta que llegaba adonde estaba yo, a mí ya me habían violado o matado". Fueron dos noches de terror. Dice que, cuando consiguió volver a su pabellón, estaba tan feliz que escribió "por fin vuelvo a casa".
"Me lo tomaba como que estaba en un internado. Me levantaba a la mañana, fajinaba, me ponía una mesita afuera con un mate, mi libretita, un libro, y esa era toda mi rutina. Me iba a hablar a otra mesa de adelante con un pibe que hacía lo mismo. Era gay, pero se hizo pasar por trans para que lo llevaran a ese pabellón. De hecho, fue el que me cortó el pelo. Charlaba un rato ahí y me volvía a mi soledad. Es lo que más me rescataba". Hizo buenas compañeras, pero su instinto la llevó a evitar hacer rancho. Fuera de mi familia, que ya se había ido, estaba yo sola parada y hablaba con las 27 que restaban, no me juntaba con nadie. De hecho, me sentaba en la cama con las dos piernas abiertas para que nadie pudiera sentarse en mi cama".
En el espacio del centro universitario de Ezeiza se interiorizó sobre la lucha feminista que están emprendiendo las internas. Dentro de la institución se repite la discriminación externa. Las mujeres tienen muchos menos privilegios laborales que los hombres. Las que ya están condenadas pueden reducir su pena trabajando. No es obligatorio, pero hay un elemento cuasi extorsivo que las obliga a trabajar si quieren mejorar su situación. Sin embargo, deben aceptar hacerlo por un sueldo muy inferior al de los hombres, y con mucha menos protección social. No llegó a trabajar durante su estancia porque aún no estaba condenada, pero sí se interiorizó y se preocupó por esta situación.
Bettina no avanzó demasiado en esta movilización; de hecho, se hubiera comprometido mucho más si hubiera sabido que se quedaría tanto tiempo. Pero, cada vez que iba al centro universitario, creía que sería la última. Escribía algunos textos que quería conservar, pero no había impresora. La docente le prometía llevárselos impresos la siguiente semana y ella siempre contestaba "es que ya me estoy yendo". Y, sí, se estaba por ir. Era insólito que la mantuvieran allí; el resto de las mujeres del grupo familiar ya habían sido liberadas, tenía dos hijas menores a cargo, y el derecho de esperar la condena junto a ellas. Pero la burocracia no se toma vacaciones, puede ser un monstruo que te devora. Finalmente, tras 92 días presa –sí, es real el dicho, los presos cuentan los días como tales–, el jueves 27 de junio salió. La fueron a buscar su amiga de toda la vida y el marido. La ruta 2 de regreso, la cabeza galopando, el corazón detenido. La esperaba una casa que ya no sentía suya. Lo primero fue reordenar sus propios muebles, como si alguien los hubiera movido en su ausencia. Y, luego, rearmar su relación con las chicas, aprender a ser una mamá puertas adentro, que no puede salir ni para hacer las compras. "Pero después del submundo en el que viví, era pasar del Tártaro al Hades, ¿no?".
Acaba de volver a casa, pero todavía le queda mucho por delante. Peleará fuerte por su libertad, debe recuperar la relación con sus hijas, pensar qué hará con lo escrito, dónde pondrá lo que entró en su cabeza y nunca más saldrá. Perdió mucho peso y aprendió de sí misma esta Bettina que me mira hoy y que vio cosas que hubiera preferido no ver, pero sobrevivió.
Bibiana Ricciardi