Inmersión en las raíces negras de un pueblo colombiano
El siguiente relato fue enviado a LA NACION por Dolores Lavalle Cobo. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
"Kumo kasa atá? Kusa atá bien? Asína jue!" Jhon me recibe con un extenso rosario de frases en palenquero. No comprendo ni una palabra, me quedo inmóvil y solo atino a sonreír porque él sostiene fuertemente mi mano entre las suyas y me habla clavándome los ojos con mirada alegre y la sonrisa más amplia que jamás vi. Intuyo que es una bienvenida. No me equivoco: me pregunta "¿Cómo están tus cosas? ¿tus cosas están bien? Así es!"
Cartagena de Indias fue el primer puerto de tráfico de esclavos negros en América. Eran comprados por España a las colonias holandesas, británicas y francesas en África. Al llegar a Cartagena los esclavos de distintos orígenes eran mezclados para evitar que se comunicaran entre sí y escapar del yugo español.
Esto provocó que desarrollaran su lenguaje propio: el palenquero, que continúa hablándose. En su trayecto hacia América, muchos preferían ahogarse en el mar antes que enfrentar una vida inhumana y cruel.
San Basilio de Palenque está ubicado a 50 km de Cartagena y fue el primer pueblo en independizarse de la corona española en 1711. Se llega por autopista, alejándose del paisaje costeño tierra adentro mientras nos acercamos a la selva colombiana. La curiosidad por indagar en las raíces africanas en América latina me trae a este poblado de 4000 habitantes y calles de tierra.
Hace solo media hora que llegué a Palenque y escuchar la historia de boca de Jhon me estremece. Cierro los ojos e imagino ese doloroso pasado. Pero algo bueno está por llegar y voy a descubrirlo. Abro mis ojos empañados y empiezo a caminar junto a Jhon y Paola, mi amiga fotógrafa. Un sol despiadado apunta 45 grados. Las calles están desiertas y el silencio se siente.
Llegamos a la casa de la curandera. Tengo muchas expectativas por aprender del arte de curar africano, pero se esfuman rápido porque ella no está allí. Unas casas más allá, en un minúsculo taller de costura, un par de mujeres cosen sin parar todo tipo de prendas y una niña se está probando su traje de graduación.
Me muestran sus producciones y siento la presión por comprar algo. Aprendo rápido que, si quiero fotografiar o simplemente charlar, tengo que poner en práctica el detallito, un modo delicado de indicar propina, tip o favor. Me llevo un turbante; pienso que será un bello recuerdo. Continuamos la caminata y aparecen unos niños jugando con una carretilla. Llegamos a un lugar con sombra y música cadenciosa donde un grupo de chicos está "pilando el arroz". Mediante esta práctica tradicional, con un mortero de madera se golpea el arroz en una tinaja para quitarle la piel. Se hace a la sombra y donde corre aire para que se ventile bien el grano. Un chiquillo anda suelto por ahí, corriendo en patas feliz de la vida, como si no existieran el sol ni el calor brutal. Todos se conocen y cuidan entre sí, son una comunidad, aunque se agrupan en kuagros.
Pasamos por una especie de licorería, una choza al aire libre donde un grupo de turistas escucha las explicaciones en inglés acerca de las bondades de un aguardiente curativa hecha con hierbas y alcohol. Me convidan un cuenco con un olor intenso que anticipa que no me va a gustar. Agradezco, aunque prefiero no aceptar la propuesta. Ante la insistencia de varios, termino probándolo. Estaba en lo cierto cuando el primer y único sorbo desciende dentro mío como una llamarada intensa. Lo devuelvo a mis compañeros con una sonrisa y ellos lo beben como algo normal.
Luego de un helado "boli" y varias botellas de agua para mitigar el calor nos encontramos con Alí, integrante del grupo de música "Kombilesa Mi" (están en Spotify). Causan revuelo en Cartagena al ritmo de sus tambores. Está ensayando en un centro artístico que transmite las tradiciones africanas a las nuevas generaciones. Armado de paciencia, este joven de 24 años me enseña a tocar el tambor. Acaricio el instrumento y las pieles que lo rodean, pienso que tiene alma propia. ¿Me responderá? Alí me muestra qué partes de mi palma tienen que golpear el tambor y pasamos un largo rato practicando. Charlamos mientras yo lucho por lograr un mínimo de coordinación decente. Quedamos conectados a través de Instagram. Raíces y modernidad no son excluyentes.
Pasamos por Kasariambe, el cementerio. Previo a un entierro se celebran los cantos de lumbalú o coros para que el espíritu vaya al más allá, especialmente para el Congo y Angola por ser la tierra natal. La última parada es para almorzar en el parador de Florentina Salas. Pruebo los patacones más deliciosos de mi vida. Se acerca la vocalista Emelina Reyes, una mujer de edad pero que junto a su grupo Las Alegres Ambulancias viajaron por el mundo. La comida termina con risas de mujeres y Jhon que debe seguir viaje.
Los pueblos que conocen su pasado, pueden mantener su identidad y saber hacia dónde quieren ir. En Palenque está claro: el legado africano es su patrimonio y no están dispuestos a sacrificarlo.
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LA NACION