Tenía quince años cuando llegó a la final de aquel concurso de baile que representaba una esperanza: la oportunidad de abandonar Margate, el pueblo costero donde creció, en busca de un futuro mejor. "Iba a ganar y me iría de ahí, nada me detendría –relata Tracey Emin en su videoinstalación Por qué nunca me convertí en bailarina–. Y entonces empezaron: PU-TI-TA, PU-TI-TA. Una banda de tipos, con la mayoría me había acostado alguna vez, empezaron a corear. El coro cada vez más fuerte, hasta que al final ya no podía oír la música, ni a la gente que aplaudía".
Hacia el final de esta obra –realizada en 1995 y expuesta en el Malbacomo parte de su primera muestra individual en América Latina–, la artista británica le dedica un baile a aquellos hombres que la hicieron llorar en público. "Shane, Eddy, Tony, Doug, Richard: ésta es para ustedes", dice, como prueba de lo que mejor sabe hacer: transformar el dolor en arte. "Me di cuenta de que si iba a hacer arte no podía ser una pinturita de mierda. Si no podía llenar el mundo con alguien a quien pudiera amar para siempre, entonces no podía llenar el mundo con pavadas", concluye en Cómo se siente, otra videoinstalación en la que relata cada detalle del doble aborto que la condujo a un "suicidio emocional".
Por esa época, mientras integraba el célebre grupo de Young British Artists –junto con colegas como Damien Hirst–, creó una de sus obras más conocidas: Todos aquellos con quienes dormí 1963-95, una carpa en cuyo interior bordó los nombres de cada uno. La intimidad al desnudo provocaría otro escándalo en 1999, cuando llegó a la final del prestigioso Premio Turner con su propia cama exhibida en la Tate. Deshecha, sucia y rodeada de botellas de vodka, preservativos y tampones usados.
Autora de la autobiografía Strangeland (2005), hizo de su vida un culto antes del boom de los reality shows y redes sociales. Aunque no usa Facebook, Twitter ni Instagram, envía cartas por correo y opina que "las cosas íntimas deben ser protegidas". "Si pensás en todo lo que sí cuento, imaginate todo lo que no cuento. Es la punta del iceberg", dijo a LA NACION cuando visitó Buenos Aires en 2012.
Para entonces ya había representado a su país en la Bienal de Venecia y era tan popular como una estrella de rock. Todo gracias a su forma descarnada de abordar temas universales. "Hoy sería feliz… Hoy celebraría mi soledad… –escribió días atrás al iniciar un diario íntimo sobre la cuarentena, publicado en Instagram por la galería White Cube–. Si no estuviera llena de un miedo abrumador… Una oscuridad… Que me ha hecho querer vivir más que nunca".
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