El tiempo del escritor
Vacía de gente, la noche tiene un poderío muy modesto. Los papeles siguen al día siguiente en el mismo lugar en los que el escritor los dejó en el atardecer anterior. La noche no hizo nada con ellos. Sin embargo, los papeles no son los mismos.
Recién llegado al estudio, el escritor mira al pasar esos papeles. Verifica sin pensar que sigan en la mesa. Ayer, a última hora, eran ya una condena. Hoy son una esperanza. ¿O será al revés? No lo sabe y no va a convertir las horas por delante en un claro especulativo. Eso se irá viendo a medida que avance la tarde. Los mira y no, no son los mismos. Lo que se lee en ellos parece peor que ayer, cuando empezaba la penuria. Es un buen punto de partida, porque ayer ya no existe. El sol está alto.
Nunca se escucha música en el ambiente del escritor. No se puede servir a dos voces, y en otros momentos (no en este) en los que sí escucha música el escritor aprende de esas otras voces para servir a la propia. En la pared, lo solicita sin embargo un cuadro, el mismo que vio, a veces con atención y otras más bien disperso, tantas veces. "Ha de ser bueno", concluye. "Porque, si no, no se explicaría esa atención sobre un objeto que es siempre el mismo y que, aun así, cambia incesantemente". Es lo mismo que pasa con los papeles, salvo por el hecho -decididamente crucial- de que la obra de arte está materialmente conclusa (no así su contemplación) mientras que lo escrito en los papeles es apenas una insinuación. Al escritor le gustaría ganar para lo que escribe esa condición cambiante.
En cambio, es mejor que el té no cambie. El escritor sigue reglas simples pero estrictas para su preparación. Toda esa coreografía doméstica, decididamente frívola por lo inútil, es un correlato de la escritura, que la precede.
El acto de escribir consiste en volver exterior algo interior. Hay implicado en esto un sacrificio pero también una conquista: el escritor anula una cantidad indefinida de posibilidades en una única realización; a la vez, sin ese escaso terreno ganado a la contingencia no podría concluir ni una sola línea. El rumbo de la línea que traza el escritor no trae necesariamente consigo una dirección (la estrategia para ir del punto A al punto B) sino la certidumbre (un wishful thinking) de que podrá hacerlo, aun ignorando la posición de esos puntos. También podría suceder que esos puntos sean instaurados por el propio trazo. Es un consuelo. Como sea, sabe que una "buena" escritura es la que no se desentiende de sus condiciones de existencia, que es como decir: la que se expone a la inexistencia.
El escritor se distrae con un poema ajeno. El poema, su lectura, lo exalta; por el contrario, la lectura de la historia suele causarle desolación. Del mismo modo que el poema parece apuntar a la permanencia de lo cambiante, la historia es la crónica episódica de la caducidad de lo siempre igual. El escritor siente en el cuerpo que, como enseñó Aristóteles, la poesía es más filosófica que la historia. La comprobación lo afecta muy poco, porque él no es poeta ni historiador.
Claro que el escritor preferiría leer sin tener que escribir (nada parece más propicio), pero la lectura sin un horizonte de escritura no sería lo mismo para él. Sería como gozar de la plenitud con la anticipación de la carencia. Se le ocurre que el acto de escribir es la evidencia de una falta que, justamente, la escritura pretende anular y volver plena.
La tarde y el té corrieron más rápido que la escritura. Algo cambió en esos papeles, pero no fue un auténtico progreso. Son las mismas palabras -como personajes de una obra de teatro- en otras posiciones, sin peripecia.
No sabemos qué escribió en las horas. Mañana sabrá el escritor -él solo- cuánta plenitud le arrancó a la pérdida.