Un esquema de peajes que nunca logró tener un destino
El sistema de concesiones viales no encuentra su rumbo. No hay posibilidades de que en la Argentina de las crisis económicas recurrentes se arme un esquema a largo plazo que permita proyectar una mejora sustancial en las rutas argentinas.
La infraestructura, y los caminos en particular, requiere horizontes lejanos y decisiones de inversión constantes. Las obras tardan en realizarse y, además, salen mucho dinero. Sin crédito, con poca caja del fisco y con la imposibilidad de generar flujos propios, el sector parece condenado al bacheo.
Se hace lo que se puede mientras hay plata. Luego, se corta el presupuesto cuando llega algún ajuste fiscal y se retoma al tiempo. Claro, el asfalto se desmejora y las obras que eran necesarias se tornan casi de emergencia. No hay manera de generar un tiempo de impronta constructora en las rutas argentinas.
Esta vez, la mitad de los corredores que pensaban explotarse con el sistema de participación público-privada (PPP) ya no se licitarán. Al menos por ahora. Vencidas las concesiones, lo que se utiliza es una figura conocida: el Estado asume los empleados y la operación. El Gobierno aclara que es temporal, pero en estas cosas nunca se sabe.
La decisión es un acto de puro sinceramiento. No es posible negociar con un privado para que haga obras en una ruta y que las financie con su dinero o de un banco, en realidad- a cambio de una promesa de un bono o un pagaré del Estado.
Las razones son varias. No es factible que alguien preste dinero para hacer este tipo de inversiones millonarias. Con un riesgo país por encima de los 2000 puntos, aun en el caso de que algún trasnochado lo preste, sería prácticamente impagable. O por lo menos tan caro que quedaría fuera de cualquier esquema de conveniencia.
Pero aun si ese osado financista aceptase poner los dólares, salvo que sea un prestamista individual, tendría otro problema. Las normas internacionales de compliance, una suerte de protocolo de transparencia de las corporaciones financieras internacionales, impiden prestarles a empresas que están sospechadas de casos de corrupción. Ninguna de las que trabajan en las concesiones viales está fuera del caso de los cuadernos. Entre los alrededor de 130 empresarios procesados, varios de ellos con elevación a juicio ya firmado, se cuentan todos los actores del mundo vial. Estas constructoras están fuera del sistema bancario internacional.
Pero aunque se lograra dispensar todas estas cosas -que el lector no crea que se trata de ciencia ficción-, habría un problema más. En los contratos de infraestructura, que deben ser a largo plazo, la regulación es, quizás, el activo más importante que tiene el proyecto. La razón es simple: es necesario conocer no solo las reglas de juego con las que se va a construir la obra, sino, fundamentalmente, con las que se van a cobrar. El riesgo regulatorio también es una enorme dificultad para avanzar.
Así las cosas, los corredores viales en cuestión ya tienen sus contratos vencidos. En algunos casos hay prórroga de la prórroga. Entonces, nadie los quiere. Solo los puede asumir el Estado, que, además, es el que ya los subsidia con aportes mensuales.
Los peajes hace más de una década que no recaudan ni siquiera para pagar los sueldos de los empleados de las cabinas. Si la gestión pública fuera una simple planilla de cálculo, sería más barato para el país que no se pague peaje en los corredores viales que mantener 24 horas todos los días del año las cabinas abiertas. Pero las decisiones no se toman solo por una planilla. Hay miles de trabajadores que quedarían sin trabajo, la gran mayoría en el interior, donde el empleo privado no abunda.
Las concesiones viales nacieron en el país en 1994, con las privatizaciones del gobierno de Carlos Menem. Entonces se optó por un esquema clásico: el Estado transfería el riesgo de la explotación a una empresa a cambio de un canon y de tarifa. Si gestionaba bien y más autos cruzaban la barrera, ganaba más; si pasaba lo contrario, igual debía pagar. Esta relación se curaba con un contrato de concesión que regulaba y auditaba un ente de control.
Pero cuando la fórmula de aumento de la tarifa debía modificarse, las urgencias políticas pidieron que se congele. Empezó a socavarse el contrato porque a cambio del congelamiento el empresario no hacía inversiones programadas. Y el contralor dejaba pasar la exigencia.
La caída de la convertibilidad derrumbó los contratos en dólares y así se llegó a 2004, cuando vencieron. Néstor Kirchner le entregó el manejo de esa área a Claudio Uberti. Allí se gestionó un sistema de recaudación que, según el propio funcionario admitió en la causa de los cuadernos, generaba alrededor de un millón de dólares que terminaban en el despacho presidencial. Esas concesiones fracasaron. Y vinieron otros que repitieron la historia. Ahora, aquel esquema será estatal.