Otra cumbre eclipsada por los personalismos
PARÍS.- Ni avances ni retrocesos. Y a veces, algunos fracasos. Desde hace varios años, el magro resultado de las cumbres del G-20, cuyo objetivo principal era favorecer el multilateralismo, parece haberlo transformado en un terreno de lucha de influencias y separación en bloques. Tras diez años de existencia en su forma actual, cuando las divisiones parecen cada vez más profundas y lo más importante sucede fuera su propio marco, es legítimo cuestionarse sobre la utilidad de esas citas, que suelen costar fortunas a los contribuyentes de los países anfitriones.
El G-20 fue creado en dos etapas para responder a crisis financieras mundiales y con el objetivo de preservar el orden económico global en épocas de la superpotencia estadounidense, después de la caída de la Unión Soviética. Primero, en 1999, con la creación del grupo propiamente dicho. Después, en 2008, año en que por primera vez se reunieron los jefes de Estado y de gobierno de los países miembros, al utilizar el modelo del G-8. La reunión de las 20 economías más grandes del planeta permitió así obtener una suerte de quorum, una masa crítica que representaba lo esencial del poderío económico global.
Cada vez, se trató de responder a la crisis mediante la concertación, el diálogo y la acción coordinada, para evitar que se reprodujeran las reacciones que sucedieron a la catástrofe de 1929: el repliegue y el proteccionismo, que agravaron la contracción económica. Fue una acción efectivamente multilateral, que asumió toda su importancia tras el terremoto financiero de 2008.
Hoy es necesario reconocer los límites del sistema. ¿Cuál es la actualidad más importante desde hace más de dos años? Una violenta guerra comercial precisamente entre los dos principales actores del G-20, China y Estados Unidos, que se enfrentan con todas las municiones de sus arsenales proteccionistas. Exactamente lo que el G-20 debería poder evitar.
En esas condiciones, cuando se vuelve casi imposible avanzar sobre la agenda, es difícil imaginar cómo ese exclusivo club de naciones podría sobrevivir en su forma actual. Los contribuyentes del país anfitrión, en todo caso, tienen el derecho de preguntarse por qué deberían hacerse cargo de sus costos exorbitantes si finalmente siempre han sido las reuniones bilaterales las que monopolizan las cumbres.
Para el G-20 de Cannes, en 2011, Francia gastó 80 millones de euros, un tercio de los cuales estuvo destinado exclusivamente a la protección de los jefes de Estado y de gobierno y sus equipos. Esa cifra no incluyó los salarios, horas extras y gastos de los 12.000 policías, soldados y otro personal enviado a la ciudad mediterránea.
Pero, aun cuando no haya que esperar milagros, los foros internacionales tienen su utilidad. Se podría decir que, en la situación actual, no son específicamente el G-20, el G-7 o la ONU los que resultan totalmente obsoletos, sino la presencia perturbadora del presidente de la mayor potencia del mundo, Donald Trump, insensible a toda forma de multilateralismo.
Con objetividad, tal vez la situación sería peor si esos foros no existieran. Porque, con seriedad, nunca se puede denunciar "un exceso de diplomacia". El hecho de que los jefes de Estado o de gobierno de los 20 países más importantes se reúnan permite apaciguar tensiones, avanzar expedientes y evitar malentendidos. Aun cuando algunos factores -como Trump- consigan perturbar la fluidez de los debates.
Desde luego, el presidente norteamericano no es el único responsable, ya que -tal vez por reacción a su propio unilateralismo- gigantes como China y Rusia parecen tentados por el mismo tropismo.
Ahí reside la verdadera amenaza, porque el mundo actual es a la vez global e interdependiente. Ningún gran desafío que enfrenta la humanidad puede ser resuelto con soluciones unilaterales e individuales. Lo único que sirve es la acción colectiva.
El problema se presenta cuando la primera potencia mundial rechaza esa visión y la segunda tiene una interpretación pasablemente elástica de ella. En esas condiciones, el diálogo multilateral se vuelve extremadamente difícil.
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