La tristeza de la alegría
Hace algunas semanas (tal vez meses, aunque el lapso resulta en este caso irrelevante), le hablé de Blaise Pascal a Ignacio J. Navarro, sacerdote y poeta, autor del excepcional ensayo Últimas inquisiciones: Borges y Von Balthasar recíprocos. En realidad, le contaba que le había recomendado a un tercero los Pensamientos, la inconclusa obra maestra del filósofo francés. La respuesta de Navarro fue terminante: "Si tu amigo creyera en serio, ya no necesitaría a Pascal".
Como pasa siempre que él dice algo, no había en la observación ninguna impugnación del querido Pascal. La frase da mucho que pensar y, en el mismo movimiento, deja toda la cuestión afortunadamente abierta. Porque -eso es lo que nos mantiene en vilo-, ¿qué quiere decir creer en serio? ¿No creía entonces Pascal? ¿Quién sería el lector más apropiado de Pascal?
No conviene tomarse la libertad de incurrir en excesos interpretativos, así que diré lo siguiente por mi propia cuenta y riesgo: en este punto, la fe parece ser una lucha, y Pascal -que creía que se cree por inspiración- no pudo nunca dejar de librar esa lucha. Hecho para la razón (estaba convencido de que el hombre nació para pensar), sometió a la razón, pero sin renunciar nunca a ella.
Entre los escritos de Pascal, todos igualmente inquietos (recordemos solamente: "El silencio de los espacios infinitos me aterra"), hay uno que se recorta de los demás. Es aquel al que se le puso el nombre de "El misterio de Jesús".
En esas páginas, Pascal se sitúa en el momento inmediatamente anterior a la Pasión. "Creo que Jesús no se quejó más que esta vez, pero se queja como si ya no pudiera contener su dolor excesivo", anota Pascal. Esas pocas palabras de Él que conocemos en latín por la Vulgata resumen la escena: "Tristis est anima mea usque ad mortem", "Mi alma siente una tristeza de muerte" (Mateo, 26.38).
A Jesús lo dejaron (mejor: lo dejamos) solo. A Pascal lo emocionaba con una profundidad doliente esa desesperación en la noche de Getsemaní; una desesperación que es la de esta misma noche y que debería ser también la nuestra. Ya sea que se crea o no, hay en ese padecimiento un pánico genuinamente humano. Sentirse solo en la penuria, en el "abandono universal". "Es un suplicio de una mano no humana, sino todopoderosa, porque es necesario ser todopoderoso para soportarlo".
Aquello que conmueve a Pascal no es solamente la inminencia de la Pasión, su inicio seguro, sino también la incertidumbre del que teme a la muerte y se ofrece a ella incluso en la incertidumbre de la voluntad de su Padre.
Transitivamente, a Pascal lo conmueve que Jesús sufra como sufre él mismo. Lo conmueve el Dios que se vació, se anonadó (como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses) y se hizo hombre. Lo conmueve la "melancolía de Jesús". Bien visto, acá vemos a Pascal en estado puro, de cuerpo entero: es el filósofo quien proyecta su propia melancolía y se queda en la tribulación del Monte de los Olivos.
Probablemente Navarro tenía toda la razón: a Pascal le faltaba la alegría. Es cierto que todo el que busca algo ya lo posee, pero Pascal se vio impelido a escribir para darse cuenta de que poseía la alegría. Desde su conversión, la noche del 23 de noviembre de 1654, y desde el retiro subsiguiente en el monasterio de Port-Royal, la persiguió angustiosamente.
Los Pensamientos (inconclusos como casi toda obra maestra que merezca ese nombre, y si la obra maestra no queda inconclusa, debería parecerlo) son las ruinas triunfales de la fe de Pascal.
No podría concluir esta columna con palabras propias. Mejor cedérselas de nuevo a Pascal, en un pensamiento que, si se lo lee con atención, tiene un alcance ecuménico: "Es indigno de Dios unirse al hombre miserable; pero no es indigno de Dios sacarlo de su miseria".