La música perdida
Lo bueno de los hijos es que tienen el valor de revisar los papeles y fotos de sus abuelos que sus padres no se atreven ni a tocar, por miedo a la nostalgia y el recrudecimiento de un duelo que nunca termina del todo. Esa inmunidad sentimental de la lejanía generacional puede tener como efecto algunos descubrimientos.
Por ejemplo, yo sabía que mi abuela materna había sido profesora de piano. "Sabía", dije, porque nunca la escuché tocar. Esto sucedió por dos razones: la primera es que, aunque la hubiera escuchado, no tendría recuerdo alguno porque ella murió cuando yo tenía 6 o 7 años (ya no recuerdo); la segunda es que, por causas nunca explicadas del todo, mi abuela dejó de tocar para siempre el piano cuando murió su madre, mi bisabuela. Eso habrá sido a principios de la década de 1940. Lo que apareció ahora en una caja era el programa de mano de uno de sus conciertos, fechado el 5 de diciembre de 1937. El repertorio me sorprendió un poco: el Preludio y fuga en sol menor, de Bach; el Nocturno opus 9 n° 1, de Chopin; "A la primavera", de Grieg, y la Sonata opus 27, n° 2 (Claro de luna), de Beethoven.
El ejercicio de imaginación sobre cómo tocaba esas piezas "Virginia F. de Chiesa" (así figura el nombre, y la "F" encubre a "Farach", el apellido de soltera) tiende a lo imposible. Imaginar "su" Chopin no me cuesta mucho, tal vez porque (en una torsión cronológica) tengo el recuerdo de cómo tocaba mi madre ese Nocturno.
Lo inimaginable es cómo tocaba la sonata de Beethoven, que no es cualquier sonata, claro está. Una de las más arduas y, como dijo otro pianista, Charles Rosen, la candidata a la pieza más famosa de música clásica que jamás se haya escrito, y esa fama (justa en un punto e injusta en otros, como suele pasar) irritaba en su momento al propio Beethoven porque eclipsaba -creía- sus obras posteriores.
El primer movimiento de la Sonata Claro de luna, la segunda obra del recital tras el Bach de rigor, bien podría entenderse como un experimento poético con la tecnología. Según señaló Rosen, esta es una de las primeras piezas que toma en cuenta el hecho de que la vibración simpática de las cuerdas del piano cuando el pedal se mantiene pisado, y los apagadores quedan por lo tanto levantados, aumenta con el tiempo y requiere fracciones de segundo para volverse cada vez más audible. El mayor atractivo del movimiento se funda en este fenómeno. Aunque Beethoven pida sempre senza sordino, esa indicación es imposible en los pianos modernos. Beethoven perseguía una especie de borramiento armónico. ¿Habrá tenido en cuenta mi abuela Virgina (así se hablaba de ella en mi casa, sin apodos ni apócopes) esa especulación o la habrá resuelto por pura fuerza intuitiva? Sospecho lo segundo.
¿Recordaría que el motivo del primer movimiento evoca el pasaje del primer acto de la ópera Don Giovanni, de Mozart, ese que sobreviene después del asesinato del Comendador? Esto lo dudo bastante.
¿Y qué haría en el último movimiento? Nuestro querido crítico Federico Monjeau escribió una vez que ese solo movimiento final, el "Presto agitato", bastaba para volver verosímil el mito de que Beethoven rompía los pianos cuando tocaba. No creo que a mi abuela, flaquita frente a esos elefantes que son los pianos modernos, le pasara semejante cosa.
Como sea, la música está condenada a realizarse mientras se consume. Pero esa condena es también su triunfo.
Así habrá sido el concierto de mi abuela Virginia, a la que apenas conocí y a la que jamás escuché ni escucharé tocar, salvo en algún sueño que todavía no me visitó. La nostalgia nubla una experiencia de signo contrario: la felicidad sin euforia de un secreto cumplido que la historia guarda bajo siete llaves.