El helado
Un matrimonio joven camina por las calles de Manhattan. Es de noche y hace mucho calor. Entran en uno de esos locales que están abiertos las 24 horas para comprar un agua mineral. Él se tienta y compra también un helado envasado de muy buena marca. De vuelta en la calle, lo abre y, después de tomar unas cuantas cucharadas, se da cuenta de que ya no quiere más. Es un pote grande y queda al menos el 70% del contenido. Como su mujer no toma helado, el destino parecía fijado: el primer tacho de basura que encontraran. Un crimen. En eso estaban cuando pasan al lado de un homeless que, desde el piso, estira la mano y les pide una limosna. Él no lo duda: le regala el helado. Siguen caminando y los asalta una inquietud: ¿estuvo bien ese gesto? ¿Está bien dar un helado a medio comer? Aunque esa no sea la intención, ¿no se trata, en el fondo, de algo despectivo? ¿No se humilla a la persona que lo recibe, más allá de que esa persona, como en este caso, lo agradezca de buena gana? La pareja comenta después el episodio entre amigos y rápidamente se dividen las opiniones, con sólidos argumentos de los dos lados.
Es una historia sin moraleja. Mejor dicho: sin otra moraleja que la que cada uno le pueda encontrar.