El periodista y el escritor
Nos acordamos de Rubén Darío, cómo no, por sus poemas. Pero no le prestó menos atención a la prosa, y más precisamente a la prosa periodística. Tan claras tenía las cosas que hacia el final del prólogo a su libro Cantos de vida y esperanza dejó esa frase citada incansablemente: "Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas". El problema es cómo y a qué precio. Décadas después, en 1925, Darío se refirió al periodismo sin rodeos en un artículo brevísimo que llamó "El periodista y su mérito literario". La presunción del poeta es muy simple: "Hoy, y siempre, un periodista y un escritor se han de confundir. La mayor parte de los fragmentarios son periodistas. Montaigne y de Maistre son periodistas, en un amplio sentido de la palabra". ¿Es el periodista el que avanza sobre el escritor, o el escritor sobre el periodista? En el ejemplo de Michel de Montaigne que con toda intención elige Darío hay una respuesta.
Montaigne es la prueba más contundente de que no hace falta ir a ningún lado para conocer al mundo y a los hombres. Lo único que hace falta es una biblioteca. (Aldous Huxley suponía más o menos lo mismo, salvo que él, antes que una biblioteca, sugería la observación atenta de un gato).
Encerrado en la biblioteca de su castillo, Montaigne se consagró a entender el mundo, y la única vía que encontró fue entenderse a sí mismo con la intercesión de los libros ajenos. Esa investigación, esa especie de mirada espiritual en el espejo, derivó en un libro incesante (más de mil páginas en la edición francesa de la Pléiade): los Ensayos.
En la nota preliminar, Montaigne se apura en aclarar: "Si yo hubiera pretendido buscar el favor del mundo, me habría engalanado con hermosuras prestadas, pero no quiero sino que se me vea en mi manera sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque yo me pinto a mí mismo". Claro que a Montaigne lo había precedido san Agustín, cuyas Confesiones sobrepasan anticipada y largamente, en el puro plano de la literatura y en todos los demás también, a Montaigne. Como sea, esa frase, "yo me pinto a mí mismo" (c'est moy que je peins), mereció en su momento la objeción de Pascal, a quien el proyecto ensayístico le parecía una insensatez, acaso incluso un rasgo de vanidad. Pero hoy sabemos que los dos se habían caído de la misma estrella, y que los Pensamientos de Pascal no habrían sido lo que son (o no habrían sido en absoluto) sin los Ensayos de Montaigne. De ahí en más, es muy difícil concebir el ensayo como género sin comparecer ante esos modelos.
Para Montaigne, la investigación sobre sí mismo, tan singular, tiene sin embargo un alcance general, porque "todo hombre lleva entera la forma de la condición humana". Las líneas de la pintura de Montaigne no se extravían, aunque se diversifiquen. El de Montaigne no es un ejercicio solipsista: es más bien un generoso tratado de prudencia. Un tratado, además, colmado de citas (el diálogo de Montaigne con la cultura antigua es apasionante) y aun de informaciones. No es un secreto que Shakespeare recurrió a una traducción al inglés del ensayo "De los caníbales" para la escritura de La tempestad.
Decir que Montaigne es periodista sería un auténtico anacronismo. Pero eso no quiere decir que Rubén Darío estuviera equivocado. Casi toda la narrativa argentina actual está más cerca del periodismo peor entendido que de la literatura, mientras que parte del periodismo tiende a alimentarse de esa literatura de baja intensidad.
La lectura de Montaigne es un buen antídoto para un lado y para el otro. Montaigne da una lección de modestia, de inteligencia y de precisión. Rubén Darío lo había previsto, cuando hablaba del periodismo: "Solamente merece la indiferencia y el olvido aquel que, premeditadamente, se propone escribir para el instante palabras sin lastre e ideas sin sangre".