El tenis como posible autobiografía
No me faltan recuerdos del día en que nació mi hija, pero hoy viene a cuento el menos importante, el más ocasional. Cuando madre y beba ya estaban en el cuarto, me iba a la sala para dejarlas descansar. Ahí, en la pantalla de un televisor, Rafael Nadal y Guillermo Coria disputaban la final del torneo de Roma. Volvía al cuarto, volvía a la sala: los dos tenistas seguían batallando. El partido duró cinco horas y catorce minutos. Pasado tanto tiempo, no sé qué me resulta más desconcertante: si haber perdido la cuenta de la cantidad de títulos que Nadal ganó en estos catorce años o que el último (hace una semana, en el Abierto de Estados Unidos) haya tenido como espectadora televisiva a aquella recién nacida, ya adolescente y poseedora de un talentoso revés indescifrable.
Michel Leiris contó su vida de manera oblicua, según su relación con el lenguaje, en cuatro tomos memorables. Georges Perec en pocas páginas, recordando cosas nimias, sin importancia. Supongo que otra forma posible de autobiografía sería limitarse a contar la propia vida según la experiencia que uno haya tenido como espectador de algún deporte. Quizás el tenis sea tan bueno como cualquier otra actividad (el básquet, sin ir más lejos, hoy al borde de la gloria) para poner en perspectiva lo que cada cual va recolectando en su paso por el tiempo.
¿El primer tenista? Lo encontré en una revista lanzando al aire una pelota: Roscoe Tanner no era el mejor, pero su tiro de saque rozaba los 244 km por hora, un prodigio misilístico que solo superó el más cercano Andy Roddick. El tenis fue, primero, vértigo. La belleza atlética vendría después. Tanner se enfrentó más de una vez con Guillermo Vilas, que cumplió de manera inevitable (no era el único que lo seguía, lo seguía media Argentina) el papel de lazarillo en ese mundo hecho de superficies de ladrillo, arcilla y césped, antes de la llegada del cemento y el Supreme Court. En vivo lo vi una única vez: cuando me arrancaron pataleando de algún evento infantil para un partido en el Buenos Aires Lawn Tennis con el estilizado italiano Adriano Panatta (¿la final del Abierto de la República de 1975?). Cuando un par de años después ganó Forest Hills tuve que escuchar los últimos puntos en una radio portátil (¿se había cortado la luz o no se transmitió?). Más tarde descubrí mi fácil tendencia a la indignación. Fue cuando Ilie Nastase le quebró al marplatense un largo record de triunfos haciendo uso de un doble encordado reglamentariamente prohibido (¿fue ahí cuando intuí las teorías conspirativas?).
Estaba con Vilas, por supuesto, pero más me fascinaba su némesis, Björn Borg. Quizá fuera el rostro algo vikingo o su fama de hombre de hielo, un rasgo de carácter que admiraba porque estaba a años luz de mi manera de ser. El sueco era, sin embargo, una amenaza más bien teórica. Por entonces no había canales de cable pasando tenis las 24 horas y tengo la impresión de que lo conocí solo en la hora de la derrota, en 1981, cuando John McEnroe le impidió ganar su sexto Wimbledon consecutivo. Me quedó de aquella gesta una definitiva simpatía por los perdedores.
McEnroe e Ivan Lendl fueron la dupla dominante de la adolescencia. Habría páginas que escribir sobre ellos, pero para nombrar los tenistas que marcaron mi imaginario debo ir sin escalas a la segunda mitad de los años ochenta. El díscolo Yannick Noah, capaz de sentarse entre game y game a escuchar música en su walkman, era mi genio de la lámpara preferido. Por entonces despuntó también Stefan Edberg, atrevido contradictor de la escuela defensiva sueca. También hizo su aparición estelar Boris Becker, que con 17 años (somos estrictos coetáneos) llegó de manera sorpresiva a la final del césped londinense para ganarle a Kevin Curren. El alemán era sinónimo de emoción: podía arrasar, pero también perder con un cuatro de copas. Es en todo caso el autor del punto más inolvidable de aquellas décadas. Becker tenía la estrafalaria costumbre de tirarse en palomita para cortar los passing shots. ¿El lugar?: Wimbledon. ¿El rival?: Lendl. El tiro del checo pega en la red y pasa al campo del gran Boris que desde el suelo, fracasada su volada, logra estirar la raqueta y cruza un tiro suave, letal. Lendl, que ganó todo, nunca pudo ganar el torneo inglés. Los imbatibles, es lo que aprendí, siempre encuentran su Goliat.
No me olvido de las batallas de Chris Evert (con sus golpes a dos manos) y Martina Navratilova (la tenista más disruptiva de todas), ni de sus destronadoras, Steffi Graf y Gabi Sabatini, que quedarán para otra entrega: las mujeres del tenis en mi vida. Por el momento me basta con la que, sabiendo mi inclinación contemporánea por Federer y Djokovic, catorce años después, alienta al guerrero Nadal diciéndole: "Dale, volvé a ganar, como el día que nací".