Ventajas de mirar al suelo
Habría sido noticia si no fuera porque, de tan repetido, el episodio ya no provocó ninguna sorpresa. Otro puente, ahora en Venecia, del arquitecto español Santiago Calatrava resultó fallido. Entre varios defectos que vienen acumulándose durante años (el puente sobre el Gran Canal se inauguró en 2008), se detectó que no están en condiciones de que lo transiten sillas de ruedas. Por este nuevo percance, Calatrava deberá pagar 78.000 euros al Estado. Casi nada para él, realmente. Algunos alegaron que, después de todo, el caso no era tan grave, puesto que también a Bernini se le había caído una torre. La comparación -un poco abusiva- podría justificarse por su error, pero no por su gloria: no le conocemos a Calatrava una intervención semejante a la de Bernini en el Palazzo Barberini. Acaso compartieran la infatuación, pero ni siquiera ella alcanza para compensar los efectos visuales. A veces es mejor no mirar para arriba (a menos que estén las huellas de Bernini) y privarnos de ciertas perspectivas de la arquitectura, aunque hay que admitir que es difícil cruzar un puente (como en Buenos Aires el de la Mujer) sin mirarlo. El escritor Guy de Maupassant, que odiaba la Torre Eiffel, comía todos los días ahí porque era el único lugar desde el que no la veía. Habría que hacer lo mismo con el puente.
El escritor austríaco Peter Handke había encontrado otra estrategia. En el ensayo autobiográfico "Los secretos públicos de la Tecnocracia" (incluido en su libro Cuando desear todavía era útil) cuenta que durante mucho tiempo caminó con la mirada fija en el suelo. Lo que no veía arriba (lo que no quería ver arriba) tenía su recompensa en el piso. "Un guante perdido, el celofán de un atado de cigarrillos, manos en la falda sin un rostro. Todo eso lo veía como símbolo de aquello que no veía [...] La vista gacha no era otra cosa que un movimiento de defensa frente a un panorama humanamente opresivo".
Esas cosas concretas salvaban a Handke de la arquitectura. Eran cosas, pero cosas más humanas que las masas de edificios. Tan humanas (o infrahumanas, o suprahumanas) como esas conversaciones astilladas que en la película Las alas del deseo (de cuyo guion Handke es autor) se escuchaban en un vagón de subte.
Un día, sin embargo, Handke empezó a mirar para arriba, y ya no era el símbolo de lo de que veía abajo. Fue en el Märkisches Viertel de Berlín. Todo un barrio con bloques de edificios pintados de colores. "Estaba asustado -dice-, eso me horrorizaba. Tenía la sensación de que mi conciencia había encontrado en el exterior lo que correspondía a su interior". El interior: toda la tristeza del mundo contemporáneo.
Todavía más radical fue su vivencia en La Défense, otro barrio con bloques de viviendas y oficinas, pero sin colores, puro gris de acero y vidrio, algo que, contra todo pronóstico, tal vez lo vuelva más interesante. "A lo mejor no es tan malo, quizás uno se acostumbre a eso... Este fue el pensamiento que más me asustó. La Defénse debería ser zona prohibida, porque allí quedaban al descubierto, de forma descarada, los secretos tecnocráticos. Les corresponderían alambradas alrededor y carteles de 'Prohibido tomar fotos'".
¿No nos pasa lo mismo al salir a la calle? ¿No elegimos los recorridos a pie para evitar meticulosamente esa fachada que nos entristece? ¿No evitamos con cuidado algunos barrios enteros? O al revés: ¿no los buscamos precisamente para acostumbrarnos a la fealdad que parece ganarlo todo?
El pintor Vasili Kandinski, a principios del siglo XX, hablaba de objetos exteriormente feos que eran interiormente bellos. El problema es que buena parte de la arquitectura que nos rodea no tiene interioridad; mejor dicho: su interioridad es igual a aquello que estamos obligados a mirar, si no optamos por mirar el suelo.