La larga marcha de las mujeres
"Simone de Beauvoir, recordémoslo, no era feminista", provoca Michel Onfray desde la primera línea del prefacio de Historia del feminismo (El Ateneo), exhaustivo libro de su colega, también francesa, ensayista y profesora de Filosofía, Séverine Auffret. Menos asertivo que su traducción al español, el título original propone a la obra como una historia del feminismo, pero la versión en castellano agrega en la portada un dato clave: "De la Antigüedad a nuestros días". En ese recorrido se encuentra, curiosamente, uno de los aportes más frescos al caudaloso y bienvenido torrente de publicaciones de género que abundan en la actualidad.
Auffret cuenta que vivió en el Líbano entre 1973 y 1976, antes de partir empujada por la guerra. Aprovechó esos años para viajar a Siria, Jordania, Irak e Irán, y constató lo que, a la luz del paso del tiempo, se volvería una verdad perturbadora: en aquellos países, y particularmente en sus capitales, la situación de la mujer, en general, no tenía demasiado que envidiar a las conquistas de derechos de la Europa más desarrollada. Y la cosa iba para mejor. El posterior retroceso cultural en muchas de esas sociedades, que llegó a degradar la condición humana femenina, le demostró a la autora que la idea de progreso continuo era, también en ese terreno, una ilusión, y que los logros de las mujeres eran tesoros tan valiosos y frágiles como cualquier otro triunfo del espíritu y el intelecto sobre las pulsiones más violentas y destructivas.
Para preservar lo obtenido y avanzar, hay que conocer el trayecto recorrido, algo que permite comprender tanto lo que ocurrió como lo que cabe esperar que ocurra. Auffret desanda los pasos que llevaron a fraguar el feminismo, y empieza por nuestros ancestros, los griegos. Valiéndose de métodos propios de la arqueología ("a partir del fragmento restaurado, reconstruimos un pasado olvidado"), la autora rastrea las ideas feministas -hilos todavía sin hilván- precursoras de lo que, con el tiempo, llegaría a adquirir la sólida fluidez (valga el oxímoron) de un movimiento.
Muchas de las reflexiones que le inspira la Antigüedad brillan con luz especial. Auffret recuerda en su diferencia (diferencia que puede sorprender hoy al neófito, pero que tiene características claras) las filosofías eudemonistas -para las que el mayor bien era la felicidad- y las hedonistas -que preconizaban el placer-. Y afirma: "Los grandes momentos de antihedonismo son también los grandes momentos de antifeminismo. El odio y el desprecio al cuerpo atacan en forma prioritaria al cuerpo femenino y todo lo relacionado con él. Los períodos de integrismo religioso son, en conjunto, hostiles al placer y hostiles a las mujeres". También, da la clave -desafiante- de lo que será su propio trabajo: "Al igual que las prácticas misóginas, las ideas feministas siguen siendo misteriosas: son comprobadas, impugnadas, afirmadas, denunciadas, combatidas, pero no realmente pensadas".
Sumando a la arqueología el psicoanálisis, Auffret señala que en la Grecia antigua, dominada por los varones, la mujer, como par del varón (nótese que no usamos aquí la palabra "hombre"), vendría a ser una especie de "síntoma" que, reprimido, reaparece. ¿Dónde? En la mitología y en el teatro, especialmente en la tragedia. El libro de Auffret es todo él una invitación a sumergirse en las distintas y ricas profundidades que va proponiendo a medida que avanzan la páginas, inabarcables en estas líneas. Baste decir, para quien tenga la curiosidad de indagar por cuenta propia, que Eurípides (sí, él) promovió ideas feministas, que el término "filósofa" era posible entre aquellos griegos, mientras que fue inviable en Francia hasta la segunda mitad del siglo XX, y que "las pasiones de las mujeres se vuelven más peligrosas si su condición las condena a la inacción". Quien quiera pensar que piense.