Homenaje a Escarpit
Robert Escarpit, socialista y francés. Lo tildaban de camarada de ruta por la propensión a entenderse con los comunistas. Su vida de sociólogo, escritor y periodista cruzó a lo largo de casi todo el siglo XX. Durante treinta años, Le Monde publicó, día tras día, en tapa, una columna con sus reflexiones de actualidad, invariablemente agudas. Se dieron mil explicaciones, pero nunca quedó por entero satisfecha la curiosidad que planteaba la regularidad brillante de su trabajo periodístico: ¿cómo se puede ser agudo todos los días, cuando ya es difícil serlo un par de veces al año?
Escarpit produjo la hazaña de nadar en aguas coloreadas por el comunismo sin despojarse del traje de baño de humorista. Desmintió así la leyenda de que no hay postres más desabridos que los de la repostería roja. He tenido presente a este intelectual a tiempo completo en los días que han seguido al domingo 11.
Tomo de uno de los libros de Escarpit: "La capacidad de maravillarse, que los ingleses llaman the spirit of wonder, está en el corazón de los hombres desde que abren los ojos a la vida". Es verdad. Al margen de las destrezas personales de cada uno, los hombres no se habitúan a tomar con flema las sorpresas que los asaltan. Y eso que "la inverosimilitud es un privilegio de que suele abusar la realidad pero que está vedado a los novelistas" (Borges dixit).
Lo inesperado, y por añadidura resonante, involucra fenómenos que paralizan por estupefacción a las gentes en la extraordinaria aventura de la existencia. La última experimentación de laboratorio en la materia ha sido entre argentinos, pueblo, como se sabe, mestizado por las más diversas etnias y, por lo tanto, representativo de las peculiaridades genéticas y culturales de orden general en la especie.
Los argentinos llevan casi dos semanas sin poder cerrar la boca. Permanecen petrificados en ese estado llamativo, y desde luego enervante, tras conocer los resultados imprevistos de unas elecciones de naturaleza especial, por decir lo menos. No se eligió a nadie, pero el mero escrutinio, de lo que en la vida teatral se llamaría "ensayo general de compañía", infirió enorme impacto en el ánimo de la población. Unos saltaron de alegría, otros se derrumbaron en desazón.
Eso del teatro pone en valor una clave apropiada para describir la situación en que se encontró sin esperarlo esta comunidad de ciudadanos de la parte más austral de América. Nunca, habría dicho Escarpit, de haber observado el caer de la noche del domingo 11 en Buenos Aires, los argentinos comprendieron tan bien que la política es como "el escenario de un teatro, cuyos proyectores se encienden primero lentamente, después más rápido y al final revelan, detrás de los actores que están en el primer plano, a masas repletas de figurantes que se hallaban allí desde el comienzo, ignorados". Cuando el coro, bajo potentes efectos lumínicos, se aprestó a desvelarse e irrumpir estentóreamente con una letra fuera de programa, el auditorio cayó en estupor profundo, demudado ante lo que oía y veía. Ni qué decir que el coro terminó actuando esa noche como actor central de la obra.
Visto por los efectos generales nada de eso fue un chiste. El viejo Freud decía que para elaborar un chiste debíamos valernos de debilidades o rasgos singulares, reales o imaginarios, de la personalidad de terceros. Desde esa noche en adelante se ha jugado con emociones argentinas, no con las de otros. Freud diría en esa vena que la obra en desarrollo ha sido, más bien, reflejo de una situación de sombría comicidad, dado que lo cómico se caracteriza por el quebrantamiento de lo que parecía previsible.
Una tragicomedia en plenitud para quienes perdían. Que el presidente Macri fracasara por tres, por cinco o por siete puntos, pero no de la manera aplastante en que fracasó. Hace años que prescindí de la lectura de las encuestas, pero tampoco eso me puso a salvo de la perplejidad. Nadie con un poco de sangre por las venas se resigna a despojarse hasta de su última emoción deportiva, y así caí en las celadas, lo confieso, de todo título periodístico con mención de porcentajes sobre cómo iba la competencia entre los candidatos.
En la gran tradición trágica sobre hechos cumbres de la política, la desesperación abre las puertas de la traición o la muerte, o sea, del apartamiento inmediato. "Están -decía Escarpit- los que se suicidan. Son raros. Eso se hace cuando se tiene todavía el gusto por lo absoluto". Y están los que farfullan, agregaba Escarpit, para referir a lo que los porteños denominan, con conocimiento de causa, macaneo olímpico: "Me hacen pensar en una historia que me contó Roger Caillois en Veracruz, un día que había puesto más ron que amontillado en su benjoul. Existe en Japón un templo donde los sacerdotes tienen como única función girar alrededor del edificio, gritando: '¡ Lo que estamos haciendo sirve para cualquier cosa!'".
Como si los argentinos no hubieran tenido poderosas razones para maravillarse con los resultados del domingo 11, de modo subitáneo contemplaron otro espectáculo pasmoso: en lo alto de la carpa del circo político procuraban sostenerse, sobre la delgada cuerda del equilibrio y el ridículo, actores que habían empezado a cambiar de vestuario con tan notable apuro, que dejaban expuestas al aire partes que por discreción solo se descubren en los baños y las alcobas.
Escarpit reconocía que el hilo de oro de los discursos a menudo no es más que una vulgar hilacha. La búsqueda del equilibrio constituye, sin duda, una expresión de prudencia, de tolerancia, de responsabilidad. El problema emerge cuando se lo invoca para pasar de contrabando una sensibilidad de otra índole: la del miedo. Y con el miedo hay el malentendido de percibirlo como contrafigura del coraje, que en realidad es parte del mismo asunto. Claro que la condición para que haya coraje impone asumir el miedo con alguna dignidad.
El candidato kirchnerista a gobernador de Buenos Aires dijo años atrás, cuando era ministro de Economía, que el concepto de "seguridad jurídica" estaba compuesto por palabras que le resultaban "horribles". ¡Caramba! Pero como nunca se agota la capacidad de perpetrar asombros entre las gentes, algún veleta podría decir ahora, tomando el caso al azar, que aquel comentario denunciado en su tiempo por los buenos espíritus republicanos había sido en realidad sacado de contexto. Todo es posible.
Merci, monsieur Escarpit.