Catalejo
Para mi cumpleaños, en octubre, un querido amigo mío me regaló una maceta. Esperen, sí, ya sé, no parece un gran regalo. Pero la maceta tenía tierra. Cierto, hasta acá viene un poco humilde (y nunca mejor usada la palabra). Pero miré a mi amigo y supe sin cruzar palabra que, hundida a un centímetro de profundidad, había una semilla. Supuestamente, de un árbol difícil de conseguir. En rigor, daba lo mismo. Un amigo te quiere y te conoce cuando te hace un regalo que no parece un regalo.
En noviembre, asomó a la luz; hacia la mitad de diciembre ya tenía cuatro hojas. Iba demasiado rápido para ser el que se suponía que era, y sus hojas aserradas me recordaban a un arbolito que crece, espontáneo, cerca del diario, y cuyas flores son bellísimas. En febrero tuve que cambiarlo de contenedor y, con más espacio, superó los 40 centímetros de altura y empezó a mostrar en el ápice unos ramilletes inesperados. Ayer, varias flores como trompetas amarillas se abrieron triunfantes.
Le mandé una foto a mi amigo, le conté que no había resultado ser el que creíamos, pero que era un árbol que me encantaba. "De 0 a 100 en menos de seis meses", le escribí. Se llama Tecoma stans, y la coincidencia con el que vengo admirando desde hace años no deja de sorprenderme.