Una vecina del edificio vive en la sospecha. Usa bastón y avanza con dificultad por las veredas salpicadas de obstáculos, mirando de reojo hacia los costados para asegurarse de que no haya ninguna amenaza a la vista.
Ávida consumidora de programas de noticias, se expone diariamente a hechos delictivos registrados en vivo y en directo desde las cámaras, que hoy están por todos lados. Una tarde, por ejemplo, vio con incredulidad cómo pequeñas bandas de forajidos salían a la carrera de un auto, o saltaban desde motos de pequeña cilindrada y se lanzaban sobre mujeres frágiles, como ella, las golpeaban y las tiraban al suelo. ¡Y todo por un precario bolsito en el que probablemente no llevaran más que un par de billetes!
Tal vez estos hechos no sean más que desgracias fortuitas. Es posible que la probabilidad de que le ocurra algo similar a mi vecina sea bastante remota. Pero tras someterse una y otra vez a la cruel repetición televisiva de esas hienas, siente que una escena así la tendrá de protagonista en cualquier momento y ve en cada desconocido a un potencial atacante. Algo similar nos sucede a cientos o miles de millones de personas con las imágenes de respiradores, máscaras y trajes de aislamiento que llegan minuto a minuto desde China.
El miedo es una de nuestras emociones primarias y un recurso de supervivencia. Nos hace escapar cuando estamos en peligro y esmerarnos en nuestros trabajos. En muchas situaciones es saludable. Pero hay momentos en los que puede paralizarnos o hacernos tomar decisiones que nos juegan en contra.
Puede ocurrir cuando nos sorprende una enfermedad que no está en los libros de infectología. Pasó en los primeros días del VIH-sida, cuando todo era incertidumbre, carecíamos del conocimiento científico y de los tratamientos, y los médicos se enfrentaban a lo que se había dado en llamar la "peste rosa".
En septiembre de 2015, emergió en el noreste de Brasil la epidemia de microcefalia causada por el virus del zika. Celina Turchi Martelli, epidemióloga de la London School of Hygiene & Tropical Medicine, con un doctorado en salud pública de la Universidad de San Pablo, recordaría ese desconcierto durante una visita a Buenos Aires: "La primera semana que fui a las guardias de maternidad mi sensación fue que estábamos en medio de una guerra. Todos tenían esa extraña mirada. Las médicas infectólogas y los neuropediatras, las enfermeras y las madres... nadie podía entender qué estaba pasando".
Es en estas ocasiones cuando los encargados de informar tenemos una especial responsabilidad. La confusión abunda e incluso un adjetivo mal puesto puede sembrar el pánico. La mente humana tiene una dificultad manifiesta para manejar la incertidumbre. Steven Ropeik, investigador de la Universidad de Harvard, afirma que por lo general hay una gran distancia entre los peligros reales y los percibidos. Nos asusta más un elemento que se nos impone, que sugiere dolor y sufrimiento, es indetectable, o creado y regulado por instituciones en las que no confiamos, que otro de origen natural (como los rayos cósmicos). Con frecuencia estamos muy asustados por cosas que suponen poco riesgo y poco, por otras que sí nos amenazan. Nos preocupa viajar en avión (una actividad que puede producir anualmente la muerte de 200 personas), y circulamos despreocupados por rutas en las que se producen más de 20 muertes por día.
Mientras escribo, la OMS declara la emergencia de salud pública mundial por el nuevo coronavirus de Wuhan. En momentos como este se impone utilizar la especulación responsable, dejar en claro qué se sabe y qué se ignora, presentar la mejor evidencia disponible y poner los datos en contexto. Y sobre todo, no asustar de más. Como afirmó Tedros Adhanom Ghebreyesus, su director: "Es tiempo para hechos, no para temor. Para ciencia, no rumores. Solidaridad, no estigma".