El gobierno que defiende Cristina
La fantasía electoral de que Cristina Kirchner se encaminaba a una plácida jubilación como vicepresidenta quedó desmontada desde el minuto en que cerraron las urnas. Los primeros pasos del nuevo gobierno empiezan a clarificar el mito opuesto posterior: que el mando iba a ejercerlo ella y no Alberto Fernández.
La realidad resulta algo más compleja. Cristina hizo alarde de poder, tachó nombres del Gabinete, reclamó delegados de su confianza en puestos estratégicos que afectan a sus intereses, pero quiso que quedara en evidencia que la gestión nacional es responsabilidad única del Presidente. El programa inicial –impuestazo con fines redistributivos, revisión del modelo jubilatorio, señales para mostrar capacidad de pago a los acreedores– es una pieza pura de Alberto Fernández y su equipo, elaborada en un frenesí de ajustes y reescrituras una vez asumidos.
Cristina muestra una distante prudencia. No habla en público de las medidas. Y hasta pidió que no se acondicione el despacho de la Casa Rosada reservado para los vicepresidentes. "Es el gobierno de Alberto", señala un dirigente del Instituto Patria. Resulta paradójico, pero ella no alardea de influencia en el rumbo elegido y, en cambio, en el entorno presidencial destacan la idea de que el kirchnerismo duro está encolumnado con Fernández.
De a poco empieza a trazarse el tablero en el que se moverá el oficialismo. Alberto necesita de todo el peronismo, moderados y extremos, obligado a un equilibrio permanente. Al menos mientras esté atrapado por la tormenta económica. Cristina juega con otras reglas: es quien sostiene con su apoyo al Presidente, pero no se siente obligada a abandonar su trinchera ni rifar capital político en la suerte de un gobierno que no preside.
Su verdadero refugio es la provincia de Buenos Aires, el territorio que le encomendó a su discípulo dilecto, Axel Kicillof. Allí sí participó activamente en el reparto de ministerios y en el entramado de la Legislatura, ese submundo oscuro de la política argentina. Desde el primer día decidió recorrer el conurbano con un discurso combativo e ideológico, ajena a la brisa antigrieta que ensayó el Presidente.
En sus palabras se esboza un conflicto que tarde o temprano impactará en el sistema político: la disputa por el reparto de fondos entre jurisdicciones. Cristina salió a decirles a sus simpatizantes del conurbano que están injustamente discriminados. Que "chapotean en el barro" mientras en la ciudad de Buenos Aires hacen autopistas y se iluminan hasta los helechos.
Puede parecer una advertencia para Horacio Rodríguez Larreta, el jefe de gobierno porteño. Una forma anticipada de torear a quien se vislumbra como posible candidato opositor a la presidencia en 2023 y de sembrar dudas muy serias sobre la vocación de diálogo del nuevo oficialismo.
Pero el mensaje resuena también en la Casa Rosada. Ella actúa como la abogada de Kicillof y de los intendentes leales del conurbano en el reclamo del auxilio financiero que necesitan del Estado nacional para enfrentar la situación precaria de las arcas provinciales. La demanda de Buenos Aires –con sus necesidades infinitas– alerta a los demás gobernadores peronistas, que se ilusionaron durante la campaña con las promesas de cohabitación en el poder que les hizo Fernández.
La presión de Cristina en favor de Kicillof, ¿es simplemente una gestión para garantizar la viabilidad política de su principal bastión electoral? ¿O esconde la intención de construir un sucesor que encaje verdaderamente en el molde doctrinario de la vicepresidenta?
El Frente de Todos requirió un esfuerzo político importante de gente –los gobernadores, Sergio Massa– que había ejercitado ya la desconexión emocional del kirchnerismo. Volvieron a entrar porque lo consideraron un precio aceptable. A Cristina le atribuían un papel instrumental para conquistar el poder. El tiempo los despertó. Todavía es muy pronto para peleas, pero a muchos peronistas los tortura una incógnita incómoda: quién será instrumento de quién.