La palabra y el enigma del tiempo
Parte del encanto proviene de On the nature of daylight, la composición donde el alemán Max Richter supo encontrar el punto exacto entre melancolía y belleza. Pero, además del tema musical que abre y cierra la película, también están la delicadeza de la mirada de su director, el canadiense Denis Villeneuve, y el íntimo pulso de la historia, que nace de la ciencia ficción y va mucho más allá. Me refiero a La llegada, película que ya hace tres años, al momento de su estreno en salas, me había cautivado, y que ahora Netflix ofrece la posibilidad de volver a ver.
Y ahí está, otra vez, el encanto agridulce de un relato que a fines de los años 90 concibió el escritor estadounidense Ted Chiang, y cuya adaptación llevó a las pantallas Villeneuve en 2016.
El hilo de la ciencia ficción: un buen día, doce naves alienígenas aparecen en doce puntos diferentes del planeta. Hay que establecer contacto; hay que saber a qué vienen, y por qué. Entonces, entre el miedo, las pulseadas geopolíticas, la tentación bélica y los disturbios que tan bien se nos da por suscitar en la Tierra, Louise, una competente lingüista, es convocada para intentar establecer alguna vía de comunicación con los enigmáticos visitantes. El hilo que, más allá de presencias extraterrestres, atmósferas extrañas o posibles encuentros del tercer tipo, vibra con la dulzura lacerante de los violines de On the nature of daylight: la pregunta por el tiempo y su modo de enlazarnos a unos con otros; su enigma, y el de la palabra y el esquivo don del sentido.
Sensible y profunda, Louise -interpretada por la actriz Amy Adams- posee un vasto conocimiento sobre el funcionamiento de los más diversos idiomas. De hecho, la llegada de las naves la sorprenden en la universidad, mientras les habla a sus alumnos de las lenguas romances, el origen del portugués y de Galicia, territorio donde en tiempos medievales el lenguaje era considerado "una expresión del arte".
Regalo del arte visual de Villeneuve, las naves alienígenas tienen algo de aquellas rocas suspendidas que alguna vez soñó Magritte; no dejan huella -nos dice el relato-; no emiten sonido, gas, radiación, calor o frío. Están simplemente allí, suspendidas e inmunes a la ley de la gravedad, aguardando (como alguna vez aguardó el monolito de 2001, Odisea del espacio) que los humanos hagan lo suyo. Al principio con temor, luego con fascinación y finalmente con entrega, Louise ingresará una y otra vez a ese espacio radicalmente ajeno, en busca de un punto de encuentro. Lo que descubrirá es que los "heptópodos" (así deciden llamar a los alienígenas) se comunican con una lengua escrita para la cual la belleza -como para las lenguas romances de las que ella hablaba en sus clases- es un componente esencial. La escritura de esos seres es circular, volátil, aérea; posee una grafía escurridiza, donde los términos se engarzan uno con el otro, en círculos -"logogramas" los denomina Louise-, ajenos a la tiranía de lo lineal. Para los heptópodos, no hay frases sino aros de conceptos que se emiten de una sola vez, sin antes ni después, sin principio o final. Su lenguaje no está sujeto a nuestras concepciones temporales; su conciencia, tampoco.
Deslumbrada por el sofisticado sistema de comunicación de los visitantes, Louise comienza a sumergirse, no solo en la lógica del lenguaje alienígena, sino también en el tipo de pensamiento que ese lenguaje construye. "Hay días que definen tu historia más allá de tu vida", dirá, al descubrir que también ella es capaz de habitar la lengua de los seres sin tiempo.
Lo que Louise terminará por asumir es una suerte de memento mori austero, amoroso y despojado de las vanidades de la épica o los pronunciamientos. Simplemente, acepta que la vida, el amor y la muerte no son más que muescas en un mismo círculo, un misterio que nos trasciende y que, aún así, es posible abrazar.