La compasiva Navaja de Hanlon
Supongo que, como todos, sigo un pequeño número de reglas prácticas. Las hay de toda talla. Pongo dos ejemplos, para que se entienda. Hasta que alguien inventó la fila única (esa persona merece una estatua de bronce; una grande), siempre respeté el principio de que, en el supermercado, da lo mismo cualquier caja. Si elegís una fila en la que hay poca gente, en 20 segundos un cliente ahí adelante tendrá inconvenientes con el medio de pago, no habrá pesado los zapallitos o protagonizará un escándalo -justificado o no- durante media hora. No falla. Me temo que es un derivado del epigrama de Murphy, del que hablaré luego.
El otro ejemplo es casi igual de pedestre, para usar un adjetivo, en este caso, más que adecuado. Solo dejo mi auto en garajes privados. Nunca en la calle. Y no es que ande en una nave; lejos de eso. Pero vivo como a 40 kilómetros de todo y mi agenda está siempre saturada; hasta que alguien invente el teletransporte, cuido mi auto como a mis piernas.
"Cualquier cosa que pueda salir mal, va a salir mal", sostiene la así llamada Ley de Murphy. Se le añade a menudo el siniestro remate de la Ley de Finagle: "En el peor momento posible". Doy fe de eso. Hace unos días, al grabar una entrevista telefónica, muy sobre el cierre, mi celular no registró ni una palabra. Grabo todas las llamadas, y después borro las que no me sirven. Así que tengo conversaciones con el oculista, el plomero, el banco y el taller mecánico; con amigos, colegas, familiares, vecinos, y con los 0800 de docenas de organizaciones. Todas impecablemente registradas. Pero ese día falló, y tuve que pedirle a mi fuente que me concediera esos diez minutos otra vez. Un papelón que no me ocurría desde los 25 años. "Culpa de Murphy", me dijo, para tranquilizarme. Una fuente de lujo.
Una de mis reglas más pueriles -y a la vez más útiles- es la de dar siempre cambio. Si tengo, lo doy. Va de la mano con otra de mis convicciones, la de que todo vuelve. El hecho, creer o reventar, es que cuando me quedo sin billetes chicos, siempre me dan cambio, sin problema.
Por supuesto, creo que mentir está mal y todo eso, pero el intento de decir siempre la verdad es, en mi caso, pura pereza. Mentir consume mucha más energía. Cansa. Por lo menos, mentir sin que te descubran. Entiendo, porque me lo han señalado varias veces, que a veces cae mal que no recurra a eufemismos, perífrasis o mentiras piadosas. Pero, para mí, es mucho más relajado.
Si se siente mal, está mal. Ese es otro de mis lemas. Si algo me mete ruido, lo descarto. Es infalible.
Como me gustan los aviones, otra de mis reglas es usar listas de verificación. Antes de salir de casa o durante los cierres, aquí en la Redacción. Ahorran muchos disgustos.
Aprendí de mi padre otro principio rector: "No lo hagas vos mismo". Todos creemos que el trabajo del otro es simple. Pero eso es porque, en manos de un experto, todo parece sencillo. Cuando intentamos hacerlo por las nuestras, el resultado va de mediocre a desastroso. Este principio rector no solo me ha evitado numerosos inconvenientes -y más de un accidente-, sino que me permitió acuñar una frase que, en su momento, fue muy celebrada: "Todo el mundo cree que puede decirte cómo hacer tu trabajo".
Dejo para el estribo la regla que aplico con mayor frecuencia. Se llama Navaja de Hanlon y dice así: "Nunca atribuyas a la maldad aquello que puede ser explicado adecuadamente por la simple estupidez". Se supone que se inspira en la Navaja de Occam, que prescribe que "las entidades no deben multiplicarse innecesariamente". Parafraseada muchas veces, hoy se la cita casi siempre como: "Frente a dos teorías que hacen exactamente las mismas predicciones, la más simple es la mejor". Como fuere, coincido con Hanlon. En mi experiencia, los mentecatos son más numerosos que los malvados, y eso, tal vez, es una buena noticia.