El gran apagón universal
Este interesante fin de semana largo, el primer Día del Padre sin mi padre, ha venido a dejarnos una lección que deberíamos de una vez capitalizar. Al final, hay una sola variable que realmente importa. Me refiero a la energía.
Uno no quiere admitirlo, pero según lo entiende la ciencia, es posible que nuestros mundos, nuestros soles, esta realidad en la que estamos inmersos y que anticipamos eterna, quizá no sea sino un milisegundo en los eones por venir, y que el universo atravesará una larga agonía, cuya extensión nos es por completo inabarcable, que concluirá cuando el último rastro de energía se haya extinguido. El destino de un gran apagón universal -se sospecha hoy- quedó sellado, inexorable, en el mismísimo instante glorioso, inasible e hipotético del big bang.
Energía, esa es la clave, la raíz, la esencia de todo lo que existe y de todo lo que somos capaces de hacer. Los primeros fuegos de la humanidad, antes incluso de que fuéramos sapiens, tarde o temprano se convertían en rescoldos que iban extinguiéndose hasta quedar reducidos a cenizas frías o húmedas. Tal vez desarrollamos pronto la práctica de dejar un imaginaria que mantuviera encendidas las llamas protectoras. Es menos probable, en cambio, que hayamos reparado en el hecho de que, al revés que los demás seres vivos, estábamos condenados a quemar leña, que en lo sucesivo consumiríamos más energía que la que éramos capaces de producir o captar con nuestros organismos.
Pongamos los colibríes. Son lindos y un poco fantasmales. Cuando vuelan, estos tornasolados pajaritos tienen el metabolismo más alto de todos los animales (si dejamos de lado los insectos). Sus corazoncitos (¿qué tamaño tendrá el corazón de un colibrí?) laten 1260 veces por minuto, y baten las alas entre 12 y 80 veces por segundo. Sí, por segundo.
Veámoslos de nuevo, allí entre sus flores. Son un prodigio energético. Todo en sus metabolismos, desde el consumo de oxígeno (respiran 15.000 veces por hora) hasta la función renal, viene preparado para un frenesí incomprensible. Pero no queman nada, no fisionan uranio, no recurren a baterías.
Las plantas aprovechan la luz solar para producir sus propios alimentos, pero nunca aprendieron a calefaccionarse. Por debajo de los 15 grados, la cúrcuma perderá sus hojas e hibernará hasta la primavera. Otras saben cómo abrigarse.
Los perros, los gatos y otros vertebrados se adaptaron para poder ver en los crepúsculos. Detrás de sus retinas reside el tapetum lucidum, una membrana que refleja la luz y les permite moverse gráciles allí donde nosotros andaríamos a tientas. Es otro modo de aprovechar la energía, sin necesidad de linternas ni antorchas. Por eso sus ojos brillan en la noche como espejos espectrales.
Queridos amigos, estamos solos en esto, aceptémoslo. Nos desviamos en un recodo de la filogenia terrestre y nos subordinamos cada vez más al carbón, al petróleo, al electrón, al átomo. Ya está, es así. Si tan solo nos hubiéramos quedado en los árboles, sin el verbo y sin la imaginación, sin la lógica y la matemática, sin la poesía y la traición, sin la fe y las preguntas, tal vez no estaríamos tan pendientes de que vuelva la luz. Ningún otro ser vivo busca un tomacorrientes.
Energía, esa es la cuestión. En el futuro, si no arrasamos primero con nuestro frágil ecosistema, tal vez logremos volver a una armonía en la que el sol, dador primero de toda vida, el viento, las marejadas y hasta la leve caída de una gota de rocío nos proporcionen toda la energía que necesitamos. O, lo que es más probable, hallaremos nuevas fórmulas, hoy impensables. Por ahora, somos una especie que se vuelve frágil, asustada y desvalida cuando la luz se va. Desde el Paleolítico temprano producimos nuestra propia energía. Creemos haber llegado lejos, y es en parte cierto. Pero todavía necesitaremos siglos de ciencias básicas para siquiera acercarnos a un colibrí. Sin dejar de ser humanos, claro.