Las crónicas visuales de Cozarinsky
Un mail me informó hace, creo, diez días que la Cinémathèque Française inaugurará pasado mañana una retrospectiva de la obra fílmica de Edgardo Cozarinsky. Se exhibirán 13 películas. La muestra comenzará con La guerra de un solo hombre, de 1981, que fue precisamente la primera que yo vi. Ya no sé si esa primera visión fue en 1981 o en 1983. En cambio, estoy seguro de que fue en París, en una proyección privada para tres o cuatro personas. En esos años, apenas si había tratado a Edgardo y no sé cómo había llegado a esa función. Había leído sus artículos sobre cine en Primera Plana y Panorama y su brillante ensayo acerca del chisme, Sobre algo indefendible, que ganó el primer premio LA NACION, compartido con su amigo José Bianco, en 1973. Desde esa época seguía con entusiasmo todo lo que él escribía. Lamentablemente me había perdido su primera película, Puntos suspensivos, de 1971, realizada en la Argentina, que solo pude ver décadas después en YouTube. En ella, actuaban los amigos de Cozarinsky, que provenían de la literatura, el cine y la intensa vida social porteña de los años 1960. Es un film que, además de sus valores cinematográficos, tiene un interés histórico porque en él aparecen en algunos papeles y en meros cameos las imágenes de todo el que era alguien en el ambiente cultural de Buenos Aires. Puntos suspensivos nunca se exhibió comercialmente, aunque ganó premios en el extranjero. Aparecen el editor Jorge Álvarez; Marilú Marini (ya era estrella, pero del Di Tella); Ernesto Schoo, el mejor crítico del país; el gran director teatral Roberto Villanueva; Niní Gómez, famosa por haber nacido en el Palacio Errázuriz, por sus anécdotas y sus pinturas, que no eran apreciadas como debían serlo; Manuel Mujica Lainez; Hugo Santiago; Juan José Jusid; Luisina Brando, ya estrella de televisión; Néstor Paternostro; la bailarina Marcia Moreto, y el traductor y crítico literario Eduardo Paz Leston, entre otros.
Recordar las películas de Edgardo es pasar revista a un pasado, en parte, común. Hay títulos que resuenan en mí de modos muy distintos. La guerra de un solo hombre me impresionó porque nunca había visto un documental, en verdad una película-ensayo, que fuera tan personal. Las frases de los diarios de París de Ernst Jünger, leídas con una expresión neutra, a las que se sumaban los fragmentos de noticieros de la Ocupación, suscitaban una tensión, al principio sorda, pero por último casi insoportable.
En Fantasmas de Tánger, Edgardo, como un detective, rastreó los lugares y registró a los últimos testigos de la época en que la ciudad había sido "zona internacional". Por casualidad, vi esa película justo cuando leía con deslumbramiento y horror los cuentos de Paul Bowles, las novelas de su esposa, Jane; Engaging Eccentrics, del honorable David Herbert, "la reina sin corona de Tánger" (pero con escasos recursos); y una biografía de Barbara Hutton, la multimillonaria norteamericana que terminó convirtiéndose en "la otra reina sin corona" (pero riquísima) de aquel lugar poblado de genios, marginales, delincuentes y aristócratas. El alter ego de Edgardo en la ficción hace emerger de los testimonios a quienes pasaron por allí: Truman Capote, Jean Genet, Cecil Beaton, William Boroughs, y, por último, entrevista nada menos que a Paul Bowles.
La película de Edgardo que más me conmovió (para mí, la mejor de su filmografía y una de las mejores del cine argentino) es Carta a un padre, de 2013. La indagación en la saga de su familia y sobre todo en la historia de su padre, uno de los poquísimos oficiales judíos de la Marina argentina, es, a la vez, un fresco de época y un cuadro tan íntimo como universal. Envidio a los cinéfilos parisienses muy jóvenes por el mundo que les será develado.