Cuando el arte sale a tomar aire
Que un arte no pueda distinguirse de otro -algo a lo que las vanguardias y las neovanguardias terminaron acostumbrándonos- no es necesariamente una buena noticia. Si vemos una "obra" acerca de la que resulta indecidible si es una pieza de teatro, un espectáculo de danza, un happening, una escultura móvil o cualquier otra cosa que se quiera agregar, es entonces muy probable que el "artista" en cuestión quiera sacar rédito de todos esos malentendidos sin asumir la responsabilidad por las exigencias implicadas en cada arte individual invocada. Por el contrario, para quien escribe sobre un arte determinado no hay nada mejor que leer sobre las otras artes. Los malos críticos y los malos teóricos son quienes solo conocen el perímetro mínimo sobre el que trabajan. La explicación consiste en que las respuestas a los problemas de un arte están a veces -muchas más veces de lo que pensamos- en un arte diferente de él.
Veamos un ejemplo. Hace algunos años, cuando la Fundación Proa organizó una muestra del artista Yves Klein, se me pidió que diera una clase sobre su relación con la música. El contacto era que Klein había compuesto -digámoslo así- una Sinfonía monótona, hecha con un solo acorde. Recordemos además que, a partir de cierto momento, todo su trabajo visual se fundó en un único color: el azul; más todavía, el "azul Klein".
La piedra angular de la clase no podía ser entonces sino qué relación existe realmente entre la monocromía y la monotonía, por lo menos tal que encontramos una y otra en el arte de Klein.
No es un secreto que cuando uno debe cumplir con la obligación de entregar un escrito o dictar una clase, casi todo colabora -voluntariamente o no- con el encargo. Especialmente, colabora la memoria, y lo que la memoria encontró en este caso no fue ni un recuerdo de las artes visuales ni de la música.
Lo que recordé fue una especulación de Marcel Proust en El mundo de Guermantes, el tercer volumen de En busca del tiempo perdido. El narrador explica lo siguiente: "En Venecia, mucho después de la puesta de sol, cuando parece que es completamente de noche, he visto, gracias al eco, invisible sin embargo, de una última nota de luz indefinidamente tenida sobre los canales como por efecto de un pedal óptico [pédale optique], los reflejos de los palacios desplegados como para siempre en un terciopelo más negro sobre el gris crepuscular de las aguas".
Proust describe una experiencia puramente visual, un efecto de la luz derivado del agua, pero lo hace con herramientas musicales: el eco, la "nota" de luz, el pedal. Es uno de esos golpes de genio proustianos que hay de punta a punta en la Recherche.
La nota pedal es una nota que queda mantenida en los bajos mientras cambian las voces superiores, es como una especie de "fondo" sonoro. La Sinfonía monótona de Klein transcurre en 20 minutos de una sola nota, seguidos de 20 minutos de silencio. Ese fondo es un Re, la única nota. Pero el silencio ulterior es, a su modo, también un pedal, un pedal vacío, pero que de todas maneras persiste. La monotonía podría definirse entonces como una monocromía sonora. En la pintura de Klein, la metáfora de Proust deja de ser poética y se convierte en literal: los monocromos son los auténticos "pedales ópticos", y la conquista de Klein consiste en haber imaginado su correlato en sonidos. El silencio, que ocurre en el tiempo, es la variedad más radical de la monocromía, que sucede en el espacio. "El silencio... eso mismo es mi sinfonía", dijo Klein. Monocromía e inmaterialidad coinciden en el silencio. El silencio es el triunfo final de la inmaterialidad.
Lo dicho al principio es legítimo también para Proust, que buscó en la música la solución para una descripción visual. Al final, tampoco un artista que no salga a tomar aire fuera del arte podrá superar la miopía de la mera técnica.