Fotos que son como música
Un músico puede mentir cuando hace música, pero la música no miente. La literatura sí puede, porque su invención narrativa está hecha con la materia misma de la mentira, que son las palabras. Pero no la música. Del mismo modo que no puede mentir, tampoco tiene tiempo pasado (lo que no implica que no tenga un pasado: sencillamente, no puede contar qué pasó en otro momento que no sea el de su realización. "Hecho de polvo tiempo y el hombre dura/ menos que la liviana melodía,// que solo es tiempo...". Son versos de un escritor argentino del que hablaré más adelante. Claro que ese tiempo es siempre un ahora, no tiene espesor cronológico, es inmune a la erosión del futuro, y lo mismo habría valido decir que en realidad la música es el tiempo mismo, incapaz de aniquilarse. No parece haber nada más distante de la música que la fotografía, con sus modos de existencia tan opuestos: el tiempo y el espacio (el del plano de la foto y el de lo fotografiado). Sospecho, sin embargo, que algo las une.
En su famoso comentario del Salón parisino de 1859, el poeta Charles Baudelaire condenó enérgicamente la fotografía. "En estos días deplorables -anotó-, se ha producido una nueva industria que ha contribuido bastante a confirmar la estupidez por su fe en que el arte es y no puede ser otra cosa que la reproducción exacta de la Naturaleza. Un dios vengativo escuchó a esta multitud. Daguerre fue su mesías". Pensaba que el arte terminaría pintando no lo que soñaba, sino lo que veía. Sin embargo, ni siquiera la fotografía registra lo que ve, y esto por el hecho evidente de que toda foto parece una cita de lo real que elimina su contexto.
Fue Borges, el autor de los versos que cité al principio, quien se encargó de refutar a Baudelaire y desmontar esa superstición imitativa. En el prólogo de 1958 al libro La República Argentina de Gustavo Thorlichen (recogido ahora en el catálogo que el Malba publicó para su muestra "Un mundo propio"), Borges niega que la fotografía sea "servil como un espejo" y da directamente en el blanco: "Si el ojo es una suerte de cámara, esta es inversamente una suerte de ojo y es irrazonable negarle participación en tareas estéticas [...] Quien abomina de la máquina debería también abominar del cuerpo del hombre. Lo mismo habría que decir de aquel otros instrumento, el lenguaje". La clave es que la fotografía, igual que la música, es un lenguaje. Los dos son lenguajes, pero de un tipo particular: un lenguaje que no tiene otro lenguaje que lo traduzca.
En los años 20, Borges lloraba en su libro Fervor de Buenos Aires la ciudad que se iba; el fotógrafo Horacio Coppola, en cambio, se fascinaba con la que acababa de nacer. En ese tiempo, la fotografía era todavía nueva y no podía permitirse la melancolía. Esto no impidió la colaboración entre ambos: la primera edición de Evaristo Carriego (1930), de Borges, incluía dos fotos de Coppola tomadas en los suburbios, esas casas bajas que no volvería a fotografiar nunca más. Ya sus fotos en los números 4 y 5 de Sur coinciden con el pulso modernizador de Victoria Ocampo. Como sea, Coppola vio Buenos Aires de un modo en que nadie la había visto. Pero ese Coppola costumbrista se terminaría muy pronto, como el Borges posterior llevaría esa nostalgia inicial a otros ámbitos.
Si como dijo alguien, cualquier descripción de una música es ya metáfora, lo mismo cuadra a ciertas fotos; por ejemplo, las de Coppola. Miro ahora una cuyo título, descriptivo sin vueltas, es "Calle San Martín a las 24 horas". No miro tanto la geometrización, tan característica de él, sino más bien la escena. No hay nadie, ningún transeúnte: apenas una ochava desierta. Pero algo la habita. La foto es, ante todo, tiempo: aquello que estaba destinado a ser polvo, se convierte en tiempo, como la música, salvo que ese tiempo aparece capturado. Lo capturado no son las luces nocturnas ni las fachadas ni el cielo. Es algo intraducible, que bien podría ser el tiempo, la liviana melodía, o bien podría ser la inminencia de otra cosa.