Capilla
He ingresado con paso sigiloso, procurando no interrumpir a aquellos que rezaban, las manos entrelazadas, el mentón ligeramente recogido sobre el pecho. Me he sentado en silencio, observando la bóveda y los muros de piedra desnudos, el altar sencillo, las imágenes sin énfasis. Entrecierro los ojos, respiro lentamente, me abandono a ese raro estado de meditación y recogimiento. Soy un agnóstico convencido, y sin embargo, cada vez que como ahora ingreso en una iglesia o un templo, vuelven las mismas preguntas y vuelve la misma sensación de cobijo. Viene a mí en principio la inquietud del desamparo, un hombre a la intemperie, como todos los hombres de este mundo y los que nos precedieron, y enseguida sobreviene un sentimiento de abrigo. Recuerdo entonces la idea que me regaló un amigo: Dios -dijo- me interesa más como problema que como solución. Murmuro para mis adentros una pregunta que desde el principio del mundo ha agitado el alma de los hombres: ¿por qué hemos sido escogidos como depositarios del milagro de la vida? ¿Para qué estamos acá? Repito la pregunta a otro amigo muy creyente, en la víspera del Viernes Santo. "Para servir a los otros -responde. Hace una pausa antes de despedirnos-: Felices Pascuas".