Memorias halladas en la luz
Luz. Dicen que Goethe pidió un poco más en su hora postrera. Que abrieran las persianas para que entrara más luz. No conozco últimas palabras más conmovedoras, porque fueron pronunciadas en la ribera final.
Parece una, la luz, pero es muchas, infatigable en su eterna metamorfosis. La vemos reptar por debajo de la puerta de la habitación de papá y mamá, cuando nos desvela una pesadilla infantil, y entonces nos damos vuelta, sosegados, para volver al sueño, gracias a esa suave cenefa de veladores cansinos. Se quiebra en sus piezas espectrales, después de la lluvia, y origina unos arcoíris que no parecen de este mundo. O flamea con las banderas extraterrestres de las auroras boreales.
Recuerdo la luz mortecina de una lamparita en el extremo de la galería de un cuartel, una noche en la que pensé que perdía la vida. Ya les contaré esa historia, que es más cómica que trágica; pero solo porque todavía la puedo contar. Recuerdo la claridad mercurial de la luna en un patio muy antiguo, filtrada por el cielorraso verde de una enredadera desmesurada cuyas flores exhalaban un perfume que mareaba o te ponía a pensar en cosas extrañas.
Luz. Vuela y parpadea con las luciérnagas, y también habita en las profundidades, obra de la alquimia de seres abisales. Viceversa, se convierte en una telaraña intangible para los bichitos nocturnos, que se arremolinan alrededor de las lámparas hasta caer extenuados.
Recuerdo un atardecer oceánico que de pronto bañó el iris de los ojos límpidos de una mujer amada y los convirtió así, durante un instante, en gemas insondables. Fui testigo de los vitrales de muchas iglesias y crecí rodeado por los de mi casa de Barracas; entre ellos existía un hilo conductor. La luz. Es decir, la fe.
Como otros manuscritos, el que estás leyendo fue sugerido por una persona que frecuenta estas páginas. Mónica Zega de Krutli me preguntó hace poco por qué solo hablamos de las memorias que evocan los perfumes, pero nunca de los que trae la luz, ciertos momentos de la luz, ciertas formas de la luz. A ella, la sombra de un tilo la lleva a su infancia, y el sol del jardín, al invadir el living oscurecido, la devuelve al vestíbulo de la casa de sus abuelos. Me lo comentó por Facebook. Tiene tanta razón. Lo habrán notado. Cada estación tiene su luz. La luz azul del invierno. La luz festiva de la primavera. La que agosta en verano. La dulce luz del otoño, que algunos encuentran triste o melancólica y que, sin embargo, para mí sonríe fructífera. Cada hora tiene su luz. O la tiene apenas. Pero la tiene.
El cielo es el más dadivoso. Concede no solo el resplandor cegador del mediodía, sino también el relámpago que hiere las tinieblas sin dejar cicatrices, a pesar de su poderío estremecedor. Los crepúsculos. Las tardes encapotadas. Las noches de luna. O sin luna, pero con el relicario innumerable de los astros.
La luz puede ser tan sutil como los reflejos cáusticos de una copa de vino sobre el mantel blanco de una mesa en un restaurante remoto, cuando supimos que ya no era idilio; ahora era el irremediable amor. En sus formas más leves, tan pronto se torna indescriptible, la luz rebusca mejor en la memoria.
La tenue coma del Halley, una noche de 1986, con el corazón en la boca (era mi primer cometa), rodeado por la insistencia de los grillos, en la profunda noche rural de los alrededores de la ciudad de Olavarría. Los inquietantes eclipses. El resplandor hipnótico de la niebla. Las sombras danzantes de los fresnos y la de un inolvidable álamo plateado. Las mil y una penumbras.
Tiene razón Mónica. Estos días observé la incesante biografía de la luz, y los recuerdos aparecen y desaparecen con ingravidez sedosa; mas ahí están. Cuando el sol se recuesta sobre la cocina y las sombras de los frasquitos de especias se alargan hasta parecer colosos. Cuando un rayo fugaz cruza el cielorraso, porque ha pasado un auto, y pienso en otras noches de insomnio. Cuando amanece y doy las gracias.