El secreto de las luciérnagas
Patrick Chamoiseau es antillano. Martiniqués. Tiene una sonrisa que, a los 65 años, irradia algo así como una calma bondadosa. Su novela Texaco obtuvo el Goncourt en 1992, y en mayo de este año el Institut du Tout-Monde le concedió un premio que lleva el nombre de uno de sus grandes maestros, Édouard Glissant.
La huella de Glissant -su particular modo de revisar la historia del esclavismo y pensar el "mestizaje consciente de sí mismo" como un proceso que incluye y supera al tráfico humano- atraviesa la obra de Chamoiseau. También lo hace en su último ensayo, publicado hace dos años en la estela de la crisis humanitaria que marca nuestra época. En Frères migrants (Hermanos migrantes), el Chamoiseau ensayista conserva la escritura poética del resto de su obra; en un texto relativamente breve, nutrido tanto de teoría como de una severa crítica a la política actual, asoma la ternura que se adivina en sus gestos. Ternura que, en este caso, adopta la forma de una diminuta, titilante, luz.
El libro abre con cuatro epígrafes: frases de cuatro autores (Pier Paolo Pasolini, Antoine de Saint-Exupèry, Aimé Césaire, Georges Didi-Huberman) en las que, de un modo u otro, se alude a las luciérnagas. "Debemos convertirnos en luciérnagas -dice, por ejemplo, Didi-Huberman- y reconstruir una comunidad de deseo, una comunidad de suaves resplandores, de danzas pese a todo, de pensamientos a transmitir". A través de esa imagen, la de una miríada de inquietos destellos, el autor va hilando una reflexión no exenta, por momentos, de dureza.
Chamoiseau habla del Mediterráneo, lo describe como la cuna de una civilización que hoy lo convierte en cementerio. Fustiga la lógica de un deber ser económico que condena a miles de personas a la indignidad. Habla de las "viejas barbaries", las que por siglos, "a buena conciencia y total impunidad", aterrorizaron, dominaron, explotaron, masacraron. Define lo que él llama "nueva barbarie": una amenaza que dormitaba a la sombra de la globalización, la eclosión de un movimiento que, mientras ponía en contacto los puntos más distantes del planeta, violentaba cada rastro de diferencia; que hablaba de multiculturalidad cuando en realidad su ímpetu fue homogeneizador, que se decía impulsor de derechos, pero permaneció ciego a todo cuanto eludiera su propia lógica. La "nueva barbarie", en fin, sería la de un mundo que se cree abierto, pero, en realidad, se pliega sobre sí. Ciertas fronteras, impermeables y mortíferas, serían la expresión más cruel de ese encierro.
Pese a todo, Chamoiseau observa, en el seno mismo de la globalización, el germen de otra cosa. En un mundo interconectado, inevitablemente la tragedia de unos toca la existencia de los otros; el autor ve allí, en la comunidad global a la que interpela el dolor migrante, los intersticios donde renace "lo más humilde y luminoso del concepto de humanidad".
Y aquí viene la apuesta fuerte: frente a la herencia de las Luces que orientaron el devenir occidental, el escritor martiniqués propone el camino de las luciérnagas. Lucecitas. Pequeños atisbos de belleza donde no cabe el ansia totalitaria: ni grandes amaneceres salvadores ni descomunales resplandores que borren la noche de un plumazo.
Para el autor, en esas chispas late la aceptación del otro en todas sus diferencias, en lo inmanejable de sus elecciones, en su naturaleza radicalmente distinta. "Y eso ya es renunciar a dominar al otro, a todo lo Otro, y por eso mismo a dominar el mundo", culmina Chamoiseau, en una línea argumentativa donde la crisis migrante se encuentra con la emergencia ambiental. Para el escritor antillano, de lo que se trata es de recuperar el gusto por lo inapresable de la vida, dejarse inundar por el misterio y lo imprevisible "de una aventura muy antigua, la aventura humana".