San Diego, el auténtico sueño californiano
SAN DIEGO.– Una vez que Izzy llegó a esta ciudad, no se fue más. Hija de padre húngaro y madre francesa, fue criada al estilo europeo. "De chica hablábamos en francés en casa", cuenta. Vivió un tiempo en Francia y en varios lugares a lo largo de todo California, hasta que se enamoró del entorno de esta magnética ciudad. Con su hermana melliza Coco, fundó la primera escuela de surf para mujeres y se quedó para siempre en el paradisíaco barrio de La Jolla para hacer realidad su sueño.
Desde el momento en que uno se baja del tren no hace más que reafirmar la impresión inicial: es una ciudad perfecta para vivir. No es difícil entender a Izzy. San Diego es amor a primera vista. El correr de la estadía, además, potencia ese idilio.
No por nada es uno de los destinos veraniegos preferidos de los norteamericanos.
La forma más atractiva de llegar a San Diego desde Los Ángeles es en el tren de la línea Pacific Surfliner, que bordea toda la costa sur de California y ofrece un paisaje sublime. De un lado, la playa, a veces poblada, a veces virgen; a veces rocosa, otras arenosa. Del otro, intermitentes pueblitos balnearios y, al fondo, siempre, las montañas. Basta con bajarse del tren de dos pisos y alejarse un par de cuadras de la árida estación para dejarse hipnotizar por la metrópolis. La pujanza y modernidad que connotan los rascacielos se fusionan con la tranquilidad de sus calles aun en la zona neurálgica, el contraste de la costa, el toque colonial de su herencia latina y, principalmente, la espectacularidad de sus playas.
Enclavado en el extremo sudoeste de Estados Unidos, casi en el límite con México, San Diego es la octava ciudad más grande del país y uno de los destinos preferidos por los locales debido a la diversidad de sus atracciones: buen clima todo el año, playas paradisíacas, variada gastronomía, vida nocturna, arquitectura, oferta cultural, recreación al aire libre, espectáculos deportivos de primer nivel.
Surf con Izzy
Un paseo de 20 minutos al norte por la Interstate 5 desde el centro de San Diego deposita al visitante en la playa de La Jolla. Cambia la geografía, pero la sensación sigue siendo la misma: dan ganas de quedarse a vivir. Los hipnóticos rascacielos se convierten en tremendas casas residenciales o de veraneo, pequeñas algunas, mansiones otras. El traje de baño y las ojotas reemplazan al saco y la corbata.
Isabelle Tihanyi, Izzy, fundó Surf Divas junto con su hermana Coco. Empezó como una escuela de surf exclusiva para mujeres y se transformó en la mejor de La Jolla, ahora sin distinción de género. Afirma que entre sus clientes figuraron estrellas de Hollywood como Sharon Stone, Drew Barrymore, Robert Kennedy Jr y Will Ferrell, que suelen pasar sus vacaciones allí. "El mejor surfer es el que más se divierte", es su lema. Basta subirse a una tabla para comprobarlo. La sensación de mantenerse parado sobre una ola es adictiva. Los consejos de Steve ayudaron a lograrlo en unos pocos intentos. Hacerlo en la playa de La Jolla le aporta el condimento de lo inolvidable, una de esas experiencias que quedan marcadas de por vida.
La playa de La Jolla es impactante. Se extiende por aproximadamente un kilómetro y finaliza, en el extremo sur, contra un acantilado rocoso sobre el cual vigilan mansiones imponentes. Debajo, unas cuevas que se pueden recorrer en kayak y, de paso, combinar diversión con ejercicio.
Brodie y Evan son dos adolescentes rubios que parecen salidos de la serie The OC: el estereotipo del surfer californiano hecho persona. Durante el verano trabajan como instructores y guías en Everyday California, un local surfer ubicado sobre la Avenida de la Playa que también alquila kayaks y tablas de paddle-surfing, muy de moda en estas playas.
El trayecto hacia las cuevas, explican, se hace sobre un parque submarino de unos 25km2 que fue declarado reserva ecológica protegida e incluye una riquísima fauna acuática. Vale la pena detenerse unos minutos y mirar hacia abajo para ver, a través de las aguas cristalinas, una gran diversidad de peces y algas. Con suerte, cuentan los rubios, se pueden ver delfines, tiburones leopardo (inofensivos) y hasta ballenas; suerte que no tuvimos en esta salida. Sí aparecieron, en el recorrido por las siete cuevas, cormoranes y leones marinos que descansan en las rocas del acantilado, casi al alcance de la mano.
Herencia hispana
Volver al cemento del downtown no representa un cambio tan brusco. El tránsito en la ciudad es lento pero fluido. Una lentitud que no tarda en transformarse en calma y que contrasta con el vértigo de Buenos Aires. Las señalizaciones de Stop presentes en cada esquina se respetan a rajatabla, así como la prioridad hacia el peatón. Esperar que suba la barrera del pintoresco tranvía no causa hastío, sino disfrute.
Además, el centro está lejos de ser un bloque de cemento vidriado. Por un lado está el Waterfront, con mucho verde ideal para la recreación deportiva o para recorrerlo en e-scooter, furor en toda la costa californiana. Con una simple aplicación en el celular y un registro sencillo con la tarjeta de crédito se puede alquilar por minuto y dejarlo en cualquier lugar de la vía pública. El paseo costero incluye numerosos bares y restaurantes, un embarcadero de yachts de lujo dignos de verse y el USS Midway Museum, un portaaviones fuera de servicio que participó en las guerras de Vietnam y del Golfo, tan grande que para sacarle una foto con el celular es preciso apelar a la función panorámica. Adentro, los propios veteranos de guerra son los que hacen las veces de guía.
También está Balboa Park. La gran cantidad de museos es una de las marcas de San Diego y refleja la impronta cultural de esta ciudad. Este parque de 500 hectáreas, además de ser el espacio verde más grande de la ciudad, alberga 17 de los principales museos, entre ellos los de Arte, Ciencias Naturales y Aire y Espacio. Tanto o más atractivas son las construcciones de arquitectura hispánica que trasladan al visitante a la época de la colonia, perfectamente preservadas.
La vedette, no obstante, es el zoológico. Considerado el mejor del mundo, impacta por la verosimilitud de su geografía cambiante: de la quietud del panda gigante en medio del bosque de bambú a la ferocidad de los tigres en la selva a la imponencia del oso polar en los témpanos del ártico, todo a unos pasos de distancia. Imperdible.
Cuando empieza a caer el sol, el parque ofrece conciertos al aire libre, desde rock, reggae, blues o jazz hasta música sinfónica. Pero la parte musical queda para el próximo capítulo de esta aventura.
Sólo 32 km separan a San Diego de Tijuana. Aunque la comunidad latina pasa casi desapercibida y es mucho más reducida que en Los Ángeles, Miami o Nueva York, por ejemplo, la influencia hispánica está presente a cada paso. Desde la arquitectura hasta la gastronomía. Hay dos lugares ineludibles para ir a cenar. Uno es la Old Town, la "ciudad vieja", la zona donde se asentaron los primeros colonizadores.
Conviene apagar el GPS por un rato, salirse de la avenida principal y perderse por las colinas de este barrio que combina herencia colonial con lujo. Entre la variada oferta de bares y restaurantes se destaca Café Coyote, una rústica taberna de comida mexicana que, además de gustosos platos típicos, ofrece 100 variedades de tequila en un entorno jovial y simpática atención. Recomendación: el plato carne asada. No hay punto de comparación con las grandes cadenas de comida mexicana que proliferan a lo largo de todo el gran país del norte, ni en calidad, sabor o ambientación.
Estilo francés
La otra opción es el Gaslamp Quarter, el epicentro del Downtown de San Diego. Los edificios victorianos y la invasión de veredas y calles por parte de locales gastronómicos de toda índole (desde hamburguesas gourmet hasta refinados restaurantes con nombre francés) le dan un aire a Nueva Orleans en pequeña escala.
El Omni Hotel, a una cuadra del arco que atraviesa la 5ª Avenida en su intersección con L Street a modo de bienvenida al Gaslamp Quarter, es un buen lugar para hacer base y comprobar in situ la vitalidad de esta zona.
Robert, el encargado del valet parking del hotel, cuenta que los fines de semana la acción arranca a las 6 de la mañana, cuando algunos bares se pueblan de hinchas del Arsenal o el Manchester United de la Premier League inglesa mientras desayunan huevos revueltos con chorizo y panceta y cerveza. Para los viajeros más conservadores, se aconseja un cappuccino con muffin de frutos rojos en el Roast Coach Caffe de la 6ª Avenida. Y pegado al hotel, apenas cruzando la calle y unido por un puente aéreo que la cruza, está Petco Park, el estadio de San Diego Padres, el equipo de béisbol local.
La primera noche hice una pequeña recorrida por los alrededores del estadio. La posibilidad de espiar una porción de la acción y contagiarse de la atmósfera eléctrica que llegaba desde adentro bastaron para convencerme que no podía faltar la noche siguiente. Los 22 dólares que salía una entrada en la bandeja más alta quedaron plenamente justificados. Desde temprano, gente con camisetas de los dos equipos rondaba el estadio. Chicago Cubs estaba de visita y, en plena temporada alta, muchos chicagüenses aprovecharon para acompañar a su equipo en plenas vacaciones californianas.
Cruzar por el puente que une al hotel con el estadio por sobre la calle Tony Gwynn (en homenaje a una de las leyendas del equipo) fue como pasar a otra dimensión. No hace falta ser amante del béisbol para disfrutar de un partido (aunque sin duda esto potencia la experiencia): aun sin tener mucha noción del deporte se vive una noche inolvidable.
Primero, el estadio es magnífico. Erigido en 2004 en pleno centro, Petco Park es uno de los más modernos de Estados Unidos y considerado por especialistas como el más entretenido del país. Desde los asientos más altos, la visión del juego no se pierde y se puede apreciar al mismo tiempo la belleza de la ciudad, hacia un lado, y una vista hacia el Pacífico, para el otro. La experiencia desmiente a Homero, quien en un capítulo de Los Simpsons afirma que el béisbol es aburrido sin cerveza. Así y todo, es imposible no rendirse a la tentación de comer un hot dog gigante (si es con chucrut, mejor) y tomar una pinta de alguno de los carritos de comida que abundan en los pasillos. Pero también, entre inning e inning (cada uno de los 18 tiempos en que se divide un partido) hay distintas actividades que mantienen a los espectadores entretenidos: de interacciones a través de redes sociales al clásico "Take me out to the ballgame" que entona todo el mundo. Un ícono de este estadio es un espacio verde en la parte posterior de la cancha para que las familias hagan un pic-nic y los chicos jueguen en una mini cancha de béisbol mientras miran el partido. No es redundante observar, por estos tiempos, que hinchas de uno y otro equipo están mezclados y sentados alternadamente, sin que se produzca siquiera un cruce de miradas.
Otra vez a la Interstate-5, esta vez rumbo a un nuevo destino: Los Ángeles. San Diego queda atrás con un dejo de nostalgia. Tres días vividos a pleno, donde se mezclaron cultura, deporte, comida y recreación. Y con el diploma de surfer en la mochila. Quién pudiera imitar a Izzy y quedarse a vivir.