A las 6 AM, en el Puente de Carlos. Matus Prikazsky y sus dos hermanos planearon sacarse una foto especial para regalarle a su madre, que cumplía 60. Debía hacerse en la locación más representativa de Praga. Pero no les quedó más opción que encararlo de madrugada, en cualquier otro momento del día hubiera sido imposible por la cantidad de turistas.
El puente más antiguo sobre el río Moldava, terminado en 1402, es un símbolo de la capital checa, tan visible como los turistas. Por esos 516 metros de piedra e historia, desde la Ciudad Chica (Malá Strana) hasta la Vieja (Staré Mesto), avanzan en procesión constante viajeros de todo el mundo, al punto que se dificulta caminar, mucho más sacar una foto, sin tener delante comitivas chinas, palos de selfie o músicos de todo género en un auténtico Lollapalooza a la gorra.
Matus sabe de todo esto porque nació acá y gerencia el Golden Key, hotel boutique a 400 metros del puente, sobre Nerudova, una de las calles más lindas de Malá Strana, que asciende con elegancia hacia la colina del castillo de Praga.
Sin embargo, aunque sea un trabajo duro, alguien debe hacerlo: no se puede obviar el Puente de Carlos. Más allá del cliché, de la típica queja por la saturación de turistas y de la sed de lugares aún no descubiertos. Praga definitivamente no es el mejor lugar para el turismo alternativo: sus sitios repletos de turistas suelen ser... imperdibles. Sería absurdamente pretencioso saltearse la Plaza de la Ciudad Vieja, el Reloj Astronómico, el Barrio Judío, la calle Karlova o el castillo de Praga y la catedral de San Vito, sólo por fobia a las masas.
A gran escala
Praga tiene algo más de un millón de habitantes. Hay días en que la invaden 500 mil turistas. ¿Qué pensaría Franz Kafka, su escritor más célebre, de todo esto? Se hubiera horrorizado, probablemente, perplejo ante el descubrimiento de que hoy en Praga se venden prendedores con dibujos de cucarachas a euro y medio.
El centro de Praga es lo menos kafkiano, pero no pierde nada de encanto. Igual, tal es la alegre trancadera de turistas que tuvieron que prohibir al menos el tránsito en Segways. Ahora, los tours en esos vehículos eléctricos en los que se anda parado, sobre dos ruedas paralelas en un equilibrio ilógico, se limitan a otros anillos de la ciudad. Se pierden los atractivos estelares, pero llegan a sitios que normalmente quedarían fuera de cualquier programa.
Como el estadio Strahov. Esa sí que es una buena historia de Praga. Se inauguró en 1926 y es el estadio más grande del mundo, con capacidad para 250.000 espectadores, es decir una quinta parte de la población de la ciudad. Su superficie no es la de una cancha de fútbol sino de… ¡seis! Según Freddy, que trabaja como guía en estos Segways, quedó demasiado grande y "casi nunca se usa completamente". El equipo de fútbol local Athletic Club Sparta Praga entrena allí, pero durante décadas se destinó más que nada a las "espartaquiadas", exhibiciones de coreografías entre escuadras de gimnastas de distintas poblaciones.
Otra anécdota soviética exhibe una marca visible desde toda la ciudad. Es un metrónomo gigante, de más de quince metros de altura, sobre una colina del parque Letná, que mira al valle de Praga. Se lo erigió en 1991 para reemplazar a otra construcción del mismo tamaño: la estatua de Stalin más grande del mundo (de cuerpo entero; la mayor cabeza es orgullo de Ulán Udé, Buriatia).
El metrónomo representa el paso del tiempo y señala el momento en que los checos acordaron deshacerse con 800 kilos de explosivos del Stalin de granito que los vigilaba desde las alturas. Comentan que la cabeza voló bastante lejos y cayó prácticamente donde está hoy el hotel Intercontinental. Curioso porque el hotel de 370 habitaciones es uno de los poquísimos legados arquitectónicos de aquellos años soviéticos en la Ciudad Vieja. Es una construcción brutalista de 1974, hoy uno de los puntos más elevados en esta parte de Praga. Por eso es tan recomendable su restaurante en el noveno piso, uno de los mejores en la capital, por la gastronomía y por la vista. La cabeza de Stalin, en cambio, fue retirada hace mucho.
"El deporte nacional checo es quejarse, pero en realidad es una bendición vivir en este lugar –dice Kristýna Hájková, checa y gerente de marketing del Intercontinental, en esa terraza-. Una ciudad pequeña, con mucho para ver, pero a la vez fácil de dejar atrás en cualquier momento para meterte en plena naturaleza. Podrías salir en bici desde acá mismo y en unos minutos andarías por un bosque increíble. Y a los checos nos encantan el aire libre, las montañas, las caminatas."
Un paseo kafkiano
A los checos también les encanta fabricar suvenires. La industria número uno de Praga parece ser la de los recuerdos turísticos. Algunos de los más repetidos, aparte de las remeras y los imanes para heladera: marionetas, objetos de cristal de Bohemia, figuras en madera, bordados, lápices. Hay hasta matrioshkas con la cara de Messi, aunque las matrioshkas no son checas, el fútbol les interesa a los checos mucho menos que el hockey sobre hielo, y Messi… en fin. También abundan los museos absurdos, trampas para turistas: están el museo de la tortura, el del chocolate, el de los efectos especiales y hasta el de Apple y Steve Jobs. Llaman la atención porque esta ciudad increíble no parece necesitarlos para atraer a nadie.
En la lista de recuerdos faltó el Niño Jesús de Praga, con ropas de príncipe y rasgos centroeuropeos. Se lo venera en el altar dorado de la Iglesia de Santa María de la Victoria y San Antonio de Padua y es considerado milagroso, particularmente entre mujeres embarazadas. Su fiesta cae el primer domingo de junio, pero todo el año se venden figuras a distinta escala enropadas con mantos y joyas de colores vivos. "Pero el 90 por ciento de los checos somos ateos, la mayoría ni sabe nada del Niño", dice un poco aburrida Lucy, guía de correctísimo español que trabaja con turistas hispanos.
Kafka es otra marca local, una inesperada conquista para la industria del entretenimiento, el ocio y la buena vida. El museo que repasa su trayectoria, en Mála Strana, junto al río, es un hit turístico probablemente visitado por legiones de no-lectores. Propone un recorrido sombrío, en blanco y negro (sepia, como mucho) por la existencia tortuosa de Franz. Fotos de época, las conocidas cartas a su padre, primeras ediciones, todo dispuesto en salas apenas iluminadas y pasillos saturados de archivos, en un clima casi opresivo a tono con la literatura del protagonista. Es imperdible.
Niño terrible
Hay otros sitios relacionados con Kafka, casas dónde vivió, lugares por donde anduvo. Uno particularmente interesante es el monumento en la estación de metro Národní Trída, que habla del homenajeado tanto como del creador, David Cerný. Es una cabeza gigante formada por 42 fracciones que, al rotar mecánica y constantemente en secuencias variables, van deformando y reconstituyendo las facciones del escritor. Con su metamorfosis permanente, la superficie espejada logra que, en un día de sol primaveral, el entorno se ilumine con el efecto de una bola disco.
Cerný es otro talento praguense, con obras por todo el país y de exportación. Hay varias en Praga, siempre a modo de intervención urbana, disruptiva, lúdica y polémica. Algunos turistas se dedican a ubicarlas como pretexto para recorrer la capital. Desde los bebes sin rostro en la isla de Kampa y el Sigmund Freud colgando de una viga en la calle Husova, hasta los dos hombres orinando sobre un mapa de la República Checa, justamente en el patio del Museo de Kafka.
Algunos sospechan que el bar Kavárna Mlýnská pertenece a Cerný. Lo cierto es que él diseñó la barra, con cantidad de objetos cotidianos atrapados en una resina, y que es uno de los bares más recomendables de Praga, lo que significa mucho en una ciudad con tantos bares.
En estos días, Praga celebra la primavera. No La Primavera, aquel período de liberalización política y protestas en Checoslovaquia, en 1968, sino la esperada estación de las flores. Desde noviembre se extrañaba al sol por acá. No sólo los turistas, todo el mundo en Praga parece haber salido a la calle. No hay una mesa libre para almorzar junto al Moldava, a su vez poblado por ferries y botes a remo y pedal. Los jardines florecen y empiezan a abrir al público. Y, claro, el puente de Carlos se congestiona aún más.
Es un museo abierto, pero también una conexión fundamental, muy viva, por la que muchos deben pasar más de una vez al día, particularmente si se está turisteando. No hay visita guiada que se prive de explicar varias de las treinta estatuas que se alzan a cada lado, en verdad mucho más jóvenes que el puente, adosadas recién en el siglo XVIII. Una de las favoritas es la de San Juan Nepomuceno, patrono de Bohemia, región a la que Praga pertenece. También está marcado en el puente el punto desde el que a Nepomuceno lo arrojaron al río por orden del rey Wenceslao. Justo donde ahora toca un quinteto de jazz Dixieland y un tipo cobra por prestar una paloma teñida de rosa para las fotos.
Datos útiles
Cómo llegar: además de las distintas líneas europeas que operan desde Buenos Aires, Turkish Airlines también ofrece vuelos desde Ezeiza hasta Praga, con una escala en Estambul, ideal para sumar al itinerario algunos días en Turquía, con tarifas competitivas. Para viajar en mayo, por ejemplo, los pasajes en clase turista parten desde los 1000 dólares.
Dónde dormir:Golden Key, hotel boutique muy bien ubicado, en la calle Nerudova. a mitad de camino entre el Castillo y el Puente. Es una casona histórica, con muebles de época y confort contemporáneo. Desde 190 dólares, habitación doble con gran desayuno.
InterContinental Prague. Para los que buscan el nombre propio de una cadena internacional, con una de las mejores terrazas sobre el Moldava en la Ciudad Vieja. Con spa (piscina de agua salada) y restaurante top, habitaciones desde 300 dólares, habitación doble de 38 metros cuadrados.
Occidental Praha Five. Buena relación precio-calidad, algo apartada de las principales atracciones, con el sello del grupoBarceló. Desde 90 dólares la noche.