La resistencia al populismo
Los países que mejor enfrentaron la pandemia tienen algo en común: un sistema político sólido, con instituciones que funcionan, y una clase dirigente capaz de poner en suspenso o en segundo plano la lucha de poder ante una amenaza mayor como el virus. Solo así se alcanzan consensos que permiten articular respuestas coordinadas y efectivas en medio de la crisis. Nadie está exento de errores o pasos en falso. Lo importante es la posibilidad de enmendarlos después de debates en los que todas las voces, por disímiles que sean, apunten a buscar el bien común. Esto representa una herramienta tan necesaria como la cuarentena, aunque más inteligente. Alemania y Suiza son un ejemplo de estos países, la mayoría de los cuales apostó con buenos resultados a la responsabilidad de sus ciudadanos para minimizar las restricciones a la libertad individual. Del otro lado, no es casual, hay sociedades con un alto acatamiento de las normas y que confían en sus gobernantes.
En el otro extremo, los países más castigados por el virus también tienen algo fundamental en común: están polarizados por liderazgos populistas. Sus presidentes, convencidos de que la realidad es una extensión de su voluntad, respondieron en un principio de modo errático ante la amenaza del virus. Desde su pedestal de barro, lo subestimaron. Sus actitudes caprichosas no solo profundizaron las divisiones políticas y sociales, sino que crearon las mejores condiciones para que la pandemia prosperara. Estados Unidos y Brasil son los países que más contagios tienen. El Reino Unido los sigue de cerca. A su modo, Trump y Johnson luego bajaron la cabeza ante la magnitud de la crisis, pero Bolsonaro sigue actuando como un fanático que se niega a aceptar las evidencias. Y la realidad pasa factura en vidas humanas. ¿Le pasarán estas sociedades, tan golpeadas por el virus, la factura al populismo?
Cristina Kirchner (pionera en esta horneada global de ególatras que iguala izquierdas y derechas en prácticas corrosivas de la democracia) dejó el manejo de la pandemia en manos de su presidente
La nuestra debería hacerlo. Aquí, Cristina Kirchner (pionera en esta horneada global de ególatras que iguala izquierdas y derechas en prácticas corrosivas de la democracia) dejó el manejo de la pandemia en manos de su presidente. Como si viviera en una dimensión paralela, ni habla del asunto. No es este un llamado a que exprese su preocupación por el padecimiento de la gente. Es solo la constatación de la división de trabajo que impuso: a su ungido le tocó la gestión de una crisis sanitaria inédita en un territorio que ella colaboró con creces a devastar, además del manejo (parcial) de la economía y de la deuda; ella se reservó el juego que mejor juega y que más le gusta: concentrar poder y hacerse de las cajas públicas, que en este país es lo mismo.
La Argentina, entonces, juega dos partidos simultáneos. Sobre el escenario de la pandemia se desarrolla otro drama cuyas consecuencias también podrían ser gravísimas. Más claro: mientras enfrentamos la crisis sanitaria, se dirime el éxito o el fracaso de un plan por medio del cual una facción socava la división de poderes para quedarse con el monopolio del poder y garantizar su impunidad. Esto ocurre en un gobierno que debería poner todo su empeño en cuidar al pueblo en un trance tan difícil. Ya es irrelevante hasta qué punto el Presidente es cómplice o rehén de la ambición de la compañera vicepresidenta. Aunque no hay que olvidar que fueron socios antes y que, cuando selló el nuevo pacto, la conocía muy bien. Lo mismo puede decirse de resto del peronismo.
Como sea, la sociedad está envuelta en esos dos partidos. En el de la pandemia, el Gobierno profundiza la cuarentena. Una marcha atrás, apoyada en el alza de los contagios y en el consejo de expertos. Un golpe durísimo al bolsillo y a la autoestima de los argentinos. Un recurso reactivo en apariencia necesario, pero aplicado en forma indiscriminada y prolongada a falta del acompañamiento de otros más inteligentes.
En el otro partido, la vicepresidenta sigue colocando soldados propios en la Justicia para convertir el Poder Judicial en un apéndice del Ejecutivo. Y lo hace desde el Congreso, convertido en un centro de operaciones que domina con ayuda de las restricciones que impone la cuarentena y su abierto desprecio de siempre por la democracia. Su voz es la única que debe resonar. Replicada, eso sí, en la de sus militantes.
Pero aquí, más allá de sus fintas, le han sacado la tarjeta roja. Le han dicho, a coro, que no. Al parecer, hay gente que se atreve. Y son muchos. Su voz retumbó el sábado pasado en distintos puntos del país e incluso llegó hasta la puerta de la casa del Presidente, en Olivos, por donde pasó una caravana interminable de autos de los que salía el mismo grito: no. Esa tarjeta roja a la trampa, el atropello y la impunidad no fue dirigida solo a ella, sino también al Presidente. Ese no de la gente al populismo marcó un punto de inflexión del que muchos habrán tomado nota. Incluso aquellos decididos a ir por todo dejan de avanzar cuando encuentran resistencia suficiente y no tienen espacio para seguir adelante.