Las trampas de la percepción
Claudio Horacio Sánchez, lector atento y minucioso desde hace años, me señaló que un dato en mi Catalejo de ayer estaba errado. No es Peso Ley 18.888, sino Peso Ley 18.188. Le puso onda y bromeó con el hecho de que mi texto decía que el número se había grabado en mi memoria de forma indeleble, y, sin embargo, lo había puesto mal. Pero fue en realidad un poco peor.
No solo recuerdo a la perfección ese número, como conté ayer, sino que –reglas son reglas– verifiqué el dato en tres o cuatro fuentes confiables. Es más, tenía las páginas a la vista todo el tiempo mientras trabajaba. Decían clarito: 18.188.
De suyo, reviso los textos muchas veces. Una coma aquí, un subordinante allá, siempre encontrás algo. Es decir que mi vista pasó sobre el error unas 15 o 20 veces. Aun así, se filtró; que conste esta confesión como humilde fe de erratas.
Cuando Claudio me avisó, hice las correcciones de rigor en la web y me quedé pensando en lo que había sugerido en su mensaje: si acaso mi próxima columna iba a tratar sobre las trampas de la memoria. No, no fue, esta vez, la memoria, sino la percepción, un asunto de complejidad incalculable y con un ingrediente sobrecogedor. Nuestra supervivencia depende de lo que captan los sentidos y de la forma en que el cerebro procesa tal información. Pero no podemos confiar por completo en ese circuito de espejismos y caprichos.
La percepción y las emociones están tan entretejidas que un perfume puede transportarnos a una mañana ida, pero dichosa, y por un instante es otra vez verano, el sol entra en la habitación y el aire huele a mar y a silencio. Una mano en nuestro hombro, un día horrendo, nos permite el lujo de la esperanza. Una mirada, pese a su naturaleza intangible, odia o ama, comprende, admira o desprecia; vamos, uno incluso advierte que la persona con la que está hablando se ha puesto a pensar en otra cosa, porque sus ojos se desenfocan un poco, una nada, imperceptiblemente. Pero se desenfocan.
Imperceptible. ¿Qué hacemos con lo imperceptible? Vemos solo una fracción del espectro electromagnético y, en comparación con gatos y perros, somos casi sordos. No obstante, lo imperceptible puede alterar eso que, sin ruborizarnos, llamamos realidad. Las feromonas, por ejemplo. La luz ultravioleta. El viento solar. Acaso las auroras no sean sino la manera bella en que el cosmos se burla de nuestras convicciones.
Viceversa, las emociones alteran lo que los sentidos captan. Cierto perfume deja un día de ser el del pasto húmedo de mayo y se convierte en olor a tristeza. El retrato que veo todos los días al despertarme, pintado por Modigliani en una fecha desconocida, no expone solo un rostro magnífico. En él subyace el de la persona que me lo obsequió, hace décadas. Hay una voz que me calma y me hace sentir seguro; ignoro qué formidable maraña de relaciones entre el dato objetivo (las frecuencias, la cadencia, los armónicos), las experiencias que vivimos juntos y las decisiones fortuitas de la mente me causan esta paz, pero agradezco oír esa voz cada día. Anteayer tal vez no vi ese 8 de más tan solo porque es un número que me disgusta; y no tengo la menor idea de por qué o cómo puede disgustarme un número. Más percepciones engañosas.
Algún profesor de filosofía lanzó una vez en el aula el clásico dilema: ¿si no hubiera nadie para presenciarlo, existiría el universo? Muchos años después, me planteo qué significa en verdad presenciarlo, y tengo la sospecha de que el universo está ahí y al mismo tiempo es una magnífica creación de nuestros sentidos y de su cómplice, el cerebro.
Mucho de lo que recordamos fue alguna vez percibido, y cuando regresamos a las viejas fotos nos alarma la distancia que existe entre la memoria y cómo eran el patio, la bisabuela, la escalera, la parra. Pero confiamos en nuestra memoria, tanto como confiamos en los sueños, hasta que despertamos. Despertamos es una forma de decir.