Eso no es música
Cuando Billie Eilish apareció en el radar como una nueva estrella en ascenso (eso fue varios meses antes de ganar cinco Grammy juntos), oí a varios de mis coetáneos criticarla con acritud.
–Eso no es música –sentenciaron.
Que era lo mismo que mis padres opinaban de Los Beatles, y lo mismo que mis padres decían que sus padres juzgaban acerca de la música que ellos ponían en su juventud. ¿No es lindo? Lo de la repetición, digo.
Así que busqué a la Eilish y escuché su primer disco. Con buenos auriculares y prestando atención. Dos cosas me quedaron claras. La primera, que me gustaba lo que hacía; esto es importante, porque algo puede ser música sin que necesariamente te guste. Segundo, que esa chica tenía un talento prometedor.
No, claro, no era un disco fácil ni era a lo que estábamos habituados. Peor: la reacción alérgica tampoco era nueva. Sin entrar en comparaciones, porque no quiero importunar el desayuno de nadie, lo mismo le ocurrió a Beethoven con sus últimos cuartetos de cuerdas. "Eso no es música", dijeron. El único pecado de esas obras imposibles, sobrenaturales, fue que estaban anticipándose un siglo a su tiempo.
El rock nació bastardo, lo mismo que el tango. Hará unos veinte años, cuando la cumbia empezó a sonar fuerte (demasiado fuerte; lo sufría a diario, porque mi estudio daba a la calle), el desprecio y la crítica brotaron por todas partes.
–Eso no es música –dictaminaron.
Me opuse y la defendí. Dije que ya había oído lo mismo del rock, cuando era adolescente, y que volviéramos a hablar en una o dos décadas. Hoy se la oye en casamientos y es cortina de programas de radio. Hace veinte años no me gustaba la cumbia. Sigue sin gustarme. Ni un poco. Pero luego de una vida de soportar la condena prejuiciosa y malintencionada ("Eso no es música"), no podía sino ponerme de su lado.
Deshacerse de los prejuicios musicales es una gran oportunidad para ejercitar eso que se proclama mucho y que se practica poco, lo de mantener la mente abierta. Quizá lo aprendí a golpes, porque por mucho que me guste escuchar música, tengo que poner varias veces una obra para empezar a comprenderla; tal vez, disfrutarla. The Wall, de Pink Floyd, uno de mis diez discos favoritos de esa época, me pareció de entrada un verdadero adefesio y una traición. Lo mismo le pasó a Bob Dylan cuando fundó una banda eléctrica. Le reprocharon que hubiese traicionado su estilo austero, hippie y contracultural. Pero Dylan solo estaba evolucionando, que es lo que el verdadero artista hace. No encuentra una fórmula vendedora y la repite ad nauseam. Evoluciona y corre riesgos. Ocurrió con Las Señoritas de Avignon, de Picasso, que originalmente ni siquiera se llamaba así. No escandalicemos, Pablo.
La ópera. Me llevó muchísimo tiempo metabolizarla. Lo admito, amo la música, pero tengo la capacidad audioperceptiva de una amoladora. Entonces, persisto. Un día algo cambió (evolucionar es cambiar) y la ópera pasó a ser una de mis pasiones. Hoy es de lo que más escucho.
No me entiendan mal. Uno tiene preferencias y gustos, y eso es inevitable. Y también se oyen cosas que, bueno, dan vergüenza ajena, para decirlo con decoro. Pero antes de decir que algo no es música, hay que prestarle atención. Eso, en español, se dice "escuchar". Con frecuencia, me preguntan qué estoy haciendo, quieto y sin hacer nada. Estoy escuchando. La Eilish o Puccini, es lo de menos. The Wall o Piazzolla, otro genio al que hostigaron con una variante autóctona de la frase maldita.
–Eso no es tango –decretaron, como si tal cosa significara algo.
La música es también una severa lección acerca de la libertad de expresión. Puede que tus opiniones no me gusten, pero defiendo tu derecho a expresarlas. Después podemos hacer una mesa debate, si tenés ganas. Pero si mezclamos prejuicio con verdad y gusto con validación, al final, ni la música nos van a dejar.