Intentar llegar al Arroyo Turquesa, en el corazón cordillerano sanjuanino, fue la gran excusa para volver por unos días a Barreal.
Lograrlo no es simple, porque las condiciones del camino y el clima de la cordillera, siempre variable, suele obligar a cambios de planes a último momento.
Esta rareza de sólo 250 metros de agua azulina, cuya naciente se ve surgir como de la nada entre las piedras de la base del cerro Mercedario, hizo que recorriéramos desde Barreal los 100 km de montaña que lo separan de la Laguna Blanca y que emprendiéramos un trekking de unas siete horas totales.
Rumbo turquesa
"Anoche soñé que llegábamos y estaba blanco", me dice Didier, con quien camino, cuando falta poco para llegar. Lo tomo como un chiste, pero en el fondo espero que no sea así. Será porque nos contaron que muy excepcionalmente una gran creciente puede arrastrar las piedras teñidas de azul y el proceso de sedimentación debe arrancar de nuevo. O que hay veces en que el turquesa es más intenso que otras, y que impresiona aún más. El día que emprendo la excursión, el color del arroyo lo satura todo por completo y contrasta a la perfección con los ocres, rojos y grises de la cordillera que le hacen de marco. El domingo de la caminata, la recompensa que me da el arroyo de ese color tan excepcional es gigante.
Raphael Joliates un suizo argentinizado, autodefinido como "salvaje", que hace como tres décadas que se asentó en San Juan y que se conoce los rincones más inéditos de nuestro país, y en especial la cordillera de los Andes. Se ha convertido en el referente indiscutido en lo vinculado al turismo de aventura en la provincia. Para él, dos personas son multitud. Y, desde que el camino de ripio llega a Laguna Blanca, cree que esta travesía se ha hecho demasiado accesible y "turística". Sí, así la describe. Antes había que caminar unas cinco horas más, y las 25 personas que cruzamos en todo el trayecto al Arroyo Turquesa se reducían a unas pocas. Más bien se veía a los montañistas, que realizan el sendero para llegar al campamento base que los lleva a escalar el imponente cerro Mercedario.
En marcha
Con él, el día arranca a las siete de la mañana en Barreal. En su camioneta, bordeamos el río Los Patos. Los picos del cordón de Ansilta y el Mercedario comienzan a tomar color y se iluminan con la salida del sol. Por varios kilómetros seguimos los cauces del río Colorado y del río Blanco hasta llegar a Laguna Blanca, una laguna glaciar con forma de riñón alargado, alimentada por los hielos del cerro, que a las ocho y media de la mañana se ve más verde que blanca, y cuyo caudal se modifica según el deshielo que recibe a través de un pequeño arroyo. Es así como hacia fines del invierno tiene escasa cantidad de agua, que va creciendo a medida que deshiela. Alcanza los 600 metros de largo por 150 de ancho.
Cinco kilómetros más y se llega al refugio del Club Andino Mercedario, un antiguo refugio minero donde distribuir la carga y el picnic -Rapha y sus hijos Didier y Cedric llevan la mayor parte del peso-, y donde arranca la caminata. Muchos hacen noche ahí para aclimatar mejor el cuerpo a los más de 3.600 metros de altura por los que se andará. "Cada uno camina a su ritmo. Si vas encima de eso estás frito en una hora", dice Rapha, y explica que si sentimos agitación, es mejor disminuir el tranco para mantener el ritmo cardíaco bajo.
La temperatura está agradable, sopla una suave brisa y, con pasos cortos y sin apuro, vengo bien. El primer destino es Guanaquito. Sorteamos 440 metros de desnivel, y llegamos tras una hora y media de caminata firme, a lo largo de tres cortadas o senderos que atraviesan la ladera para que el camino se haga más corto, aunque más empinado, y algo arenoso y de piedra suelta. Guanaquito es el campamento base del cerro Mercedario y un minioasis verde de vega de arroyo y de yaretas que parecen felpudos de color. Hay también guanacos curiosos y pocas carpas que dejaron armadas los caminantes y a las que piensan regresar. Es el lugar para cargar agua antes de encarar las dos horas y media de la segunda parte del recorrido al Arroyo Turquesa, cuya agua no se puede tomar. Bananas y barritas de cereal ayudan a reponer algo de energía antes de enfrentar el segundo tramo. Como en este trayecto hay que cruzar dos veces un arroyo, es mejor hacerlo de mañana, cuando está bajo de caudal.
Arroyo a la vista
Son las 12 del mediodía y el sol sanjuanino no perdona. Es importante llevar sombrero y vestir varias capas tipo cebolla. Así es más fácil deshacerse de una prenda liviana si se necesita y reponerla si se sube en altura y la temperatura desciende o el viento sopla fuerte.
Bajo mis pies las piedras tienen el color de las montañas. Veo verdes, rojos de todo tipo, amarillos y grises. A medida que nos acercamos, el Mercedario lo domina todo: "Es un grosso; la cuarta cumbre de América con sus 6.770 metros de altura y más complicado de escalar que el Aconcagua", describe el guía. Su glaciar colgante con forma de animal recibe el nombre de Caballito. Se ven con facilidad sus patas alargadas, lomo, cabeza y hocico, y en el perfil de la montaña parece hasta distinguirse una crin de hielo que se desprende y vuela recortada contra el cielo.
"Falta poco", anuncia Rapha después de más de cuatro horas y media de caminata. El arroyo que veo al dar la vuelta a la última cuesta se ve blanco lechoso y ocre, por la unión de un afluente que viene de una morrena de ese color, que recorro con la vista. Unos pasos desesperados más y los tonos cambian; cien metros más y el turquesa es tan intenso que lo tiñe todo. La mirada, las piedras y el paisaje. Con poca profundidad y varios brazos delgados, el Arroyo Turquesa se expande y es el protagonista a 3.800 metros sobre el nivel del mar.
La explicación es curiosa. El color se debe a que las aguas vertientes pasan en algún lugar de su recorrido por una veta de cobre y, al oxidarse, toman esa tonalidad. Al depositarse los sedimentos en el fondo del arroyo le dan el insólito color a las piedras, que se cubren paulatinamente del azul del óxido de cobre.
Frente a esta maravilla poco visitada uno se quedaría horas observando el agua discurrir por el lecho turquesa. Con un resto de energías se camina un poco más hasta llegar al lugar exacto donde surge el arroyo entre la piedra, aparentemente de la nada, en la ladera de la montaña.
Aunque cada gramo en los bolsillos pesa al caminar, la tentación de traer una piedra teñida de vuelta a la ciudad es grande. Levanto la más turquesa y vuelvo a dejarla en su lugar. Aquí tiene mucho más sentido. Emprendemos el regreso. La bajada es menos cansadora y algo más veloz, pero el viento de la tarde pega fuerte y todo ese polvo suspendido en el ambiente árido complica la visión. Cada paso resulta más difícil de dar que de subida. Ya en la camioneta, los kilómetros de ripio hasta Barreal son una excusa para guardar silencio y terminar de absorber la experiencia.